viernes, 30 de julio de 2010

¿QUÉ ES SER MÁS INTELIGENTE?

El Centro Médico Beth Israel Deaconess de Boston -en Estados Unidos- desveló hace poco que ha creado artificialmente -mediante manipulación genética- ratones que poseen un cerebro más grande de lo normal y, además, con más pliegues. "Es un cerebro como el que caracteriza a los humanos", dicen Christopher Walsh y Anjen Chenn, autores del estudio entregado a la revista Science. "O sea -siguen diciendo-, se trata de un cerebro más inteligente". Y añaden: "En principio, la creación de estos ratones sugiere que dentro de unos años quizás exista la posibilidad de aumentar artificialmente el tamaño del cerebro humano y ampliar nuestro potencial intelectual mediante técnicas de manipulación genética".
Seguro que sí, seguro que a nuestros descendientes no lejanos les duplicarán el tamaño y pliegues del cerebro científicos multicerebrados del Centro Médico Beth Israel Deaconess, pero, ¿es cierto que quienes así hinchen y plieguen y vuelvan a plegar los cerebros van a hacer que los poseedores de esos nuevos cerebros sean más inteligentes?
Más concretamente: ¿sigue siendo cierta la creencia de que más masa cerebral presupone una mayor inteligencia? ¿No se admite ya que la inteligencia humana tiene su asiento en la sincronización en fase de los dos hemisferios cerebrales, esos dos antagonistas que cuanto más energéticos son -¿más masa?- más potencialmente peligroso se hace su reconocido antagonismo? ¿Y quién puede afirmar que un humano es más inteligente que un ratón normal? Porque, a fin de cuentas -y ese es el problema-, ¿qué es ser inteligente? ¿Ser inteligente es sólo poseer un mayor neocórtex, eso que nos permite razonar y que es lo que nos distingue, en mayor o menor medida, de los restantes seres existentes en nuestro planeta? Eso es llevar la inteligencia a un simple problema de cuantificación cuando los humanos también -y en mayor medida- nos distinguimos por nuestros sentimientos y éstos son cualitativos. Que el amor no puede cuantificarse, el amor es amor o no es amor. Me refiero al auténtico amor, no a lo que solemos llamar amor. Y nuestra vida, ¿no se basa acaso en nuestro cerebro emocional que es el que puede hacernos felices o desdichados? Que nuestra vida no es cuanto nos acontece sino cómo sentimos -con gozo o sufrimiento- eso que nos acontece. ¿Quién es más inteligente: aquel que con su corteza cerebral razonadora inventa y construye bombas termonucleares o quien, utilizando el cerebro emocional -que no es el neocórtex sino el límbico- busca la solidaridad entre los humanos, un mundo, en definitiva, sin conflictos? Que ser más inteligente -a mí entender- no es crear un reloj con un timbre más estridente a fin de que mejor me asegure pueda llegar a tiempo al trabajo sino dejar que sea el sol y los pájaros quienes me despierten, sin prisas ni timbres estridentes.
El problema de la ciencia es que en sus raíces se comporta como una religión. Una religión menos estricta que las religiones monoteístas, es cierto, pero como una religión.
Me explico: una religión monoteísta se basa en una verdad revelada por alguien a quien ni siquiera podemos concebir y al que se le dan distintos nombres: nosotros le llamamos Dios. Y esa verdad, que se considera indiscutible porque su valor es absoluto, está expuesta en un libro. O sea, que la Iglesia -cualquier iglesia de cualquier religión monoteísta- sabe. Y lo que sabe no puede discutirse ni modificarse. Y lógicamente -que todo monoteísmo es teología racional-, cada religión tiene la verdad. Y como esa verdad -que es sólo “su” verdad- se considera absoluta es una verdad que segrega, no que une. Hasta el punto de que quien se opone a ella diciendo que la verdad es otra se considera un enemigo al que hay que exterminar.
Pues bien, la ciencia -como la religión- hunde también sus raíces en una verdad inicial aceptada que posee la fuerza de una revelación. Pero, en realidad, toda ciencia es tan sólo una metodología que excluye cualquier otra. Y así, la ciencia occidental establece una metodología de la corteza cerebral. Excluyendo, por tanto, cualquier otra metodología de conocimiento. De manera que para nuestra ciencia la inteligencia es básicamente más masa gris con más pliegues. Y esta verdad metodológica se convierte en una verdad, en principio, teológica. Algo que difícilmente se discute. Y que, desde luego, excluye y combate otra posible metodología.
Cierto es que hay que añadir que la ciencia está -afortunadamente- muy lejos de defender sus verdades con el rigor absolutista de las religiones monoteístas pero cierto es también que toda metodología científica que no incluya un conocimiento global es -en todos los casos- simple verdad fragmentada. Lo adecuado sería, por tanto, articular una metodología global, de integración de ambos hemisferios cerebrales, de manera que no nos encontremos con una ciencia en guerra de hemisferios.
Lo malo es que por conocimiento global entendemos ahora pensamiento único. Y pensamiento único no es pensamiento global sino el único pensamiento que impone la metodología oficial que, por ser la oficial, es la que puede imponerse.
Concretamente en esta misma revista, su director, en el editorial mensual de octubre, ha expuesto la necesidad de reciclar a los médicos. Y llamaba reciclar a la necesidad de que los médicos de nuestra medicina alopática -que es la oficial- acepten los postulados con eficacia probada de las medicinas alternativas. Y ello con una valoración no de medicinas alternativas -inferiores o, como mucho, complementarias- sino en un plano de igualdad. O mejor: de integración en una investigada y probada medicina global. Si bien para ello sería necesario precisar antes no ya qué es ser inteligente -que eso nos desborda- sino simplemente qué es enfermedad y qué salud porque es un hecho que toda medicina -que es otra metodología, o sea, otra forma de entender la enfermedad y consecuentemente la salud- tiene también sus razones -y no menos científicas- al definirlas. Porque enfermedad no es sólo -y no siempre lo es- aquello que decide incluir en su catálogo de patologías la Seguridad Social. Ni lo que incluye debe ser necesariamente tratado de la manera que la Seguridad Social impone.



Joaquín Grau

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