jueves, 29 de julio de 2010

CONFIAR EN LA VIDA

El sentido de la vida está plenamente relacionado con un impulso: la supervivencia. Y ésta, a su vez, con otro también fundamental: la confianza.
Es el caso de la confianza que alienta al espermatozoide que compite con varios millones más para llegar al óvulo y que, cuando llega a su destino, le hace de nuevo confiar en que aquél le aceptará, se abrirá y podrá entrar.
Luego, cuando nacemos, la confianza sigue presente; y es que no sólo ignoramos lo que nos vamos a encontrar sino que llegamos indefensos a un lugar desconocido sin saber quién nos va a recibir y qué recibimiento nos hará.
Sin embargo, casi todos, en un momento determinado, sentimos el impulso irresistible de empujar y empujar abriéndonos camino por un túnel oscuro y angosto sin saber a ciencia cierta qué nos espera al otro lado. Confiando, una vez más, en que al final de ese trayecto está lo que necesitamos. La naturaleza, después de meses de preparación y gestación, se vuelca en ese momento trascendental y todas las fuerzas -tanto de la madre como del niño- se alinean con el objetivo de alumbrar, de dar a luz.
Todo el que ha asistido a un parto ha podido comprobar que es un momento maravilloso en el que parece que el universo entero se para una milésima de segundo para observar cómo nace a la vida un nuevo ser. Pues bien, ese momento contiene, en sí mismo, toda la fuerza y la magia de la creación. Y para el ser humano es su primera prueba de confianza. La primera que le enfrenta a un reto, la primera que le hace romper una barrera: el primer miedo.
A partir de ese momento, en el que el niño muestra una confianza absoluta en la vida, va a encontrar muchos momentos en los que se va a sentir igualmente retado. De hecho, apenas unos instantes después abre sus ojos dispuesto a ver, extiende los brazos esperando que alguien le reciba en los suyos, busca el contacto con otro ser, el latido de otro corazón que le haga sentirse seguro... y sigue dando pasos poniendo en práctica su confianza una y otra vez.
La prueba máxima para él llega en el momento en que ha de dar su primera inspiración, cuando siente la necesidad de llenar sus pulmones de aire e inspira una y otra vez confiando en que el aire estará ahí, que habrá aire para su siguiente inspiración. Confiando...
Así pues, llegamos a la vida como seres débiles e indefensos y es nuestra propia vulnerabilidad la que nos hace confiar. Confiar, sobre todo, en los que nos rodean, conscientes de que dependemos de ellos para nuestra supervivencia.
En esos primeros instantes, como seres independientes, el impulso de confiar es tan fuerte como el de sobrevivir. Y es el instinto vital el que activa ese mecanismo de confianza ciega.
Después, a medida que pasa el tiempo y acumulamos experiencias, vamos perdiendo la confianza incondicional con la que nacimos y, a cambio, aprendemos a protegernos del exterior con dos propósitos fundamentales: huir del dolor, en unas ocasiones, y buscar la felicidad, en otras.
Así pues, cuando llegamos a adultos manejamos una buena colección de mecanismos instintivos que nos ayudan a sobrevivir pero, ¿confiamos en la vida?
Planteado de ese modo parece una frase grandilocuente pero podemos acercarla a nuestra realidad cotidiana bajándola alguna octava y preguntándonos: ¿Confío en los que me rodean?
Vivimos en un mundo de interacciones constantes y cada vez con más claridad comprobamos en qué medida nos afecta lo que sucede a nuestro alrededor y cómo somos afectados por el entorno.
Todos sabemos que las relaciones interpersonales son los motores fundamentales de nuestra existencia pero también que, a menudo, se convierten en una de las principales fuentes de nuestros conflictos.
En el mundo de la empresa, por ejemplo, uno de los objetivos más perseguidos es crear equipo, lograr grupos operativos de trabajo donde las personas encuentren su función, puedan desarrollar sus potencialidades y sean capaces de unir sus esfuerzos para alcanzar objetivos comunes previamente planteados.
Y se produce lo mismo en cualquier grupo del que participemos: la familia, los amigos, los compañeros... Y es que en todos los aspectos de nuestra vida precisamos cubrir tres necesidades básicas:

Sentirnos incluidos. Saber que pertenecemos a ese grupo y que nos consideran parte de él, que se cuenta con nosotros.
Sentir que tenemos control sobre las decisiones y las acciones de ese grupo, que sabemos cuáles son las reglas del juego y que participamos activamente en él.
Sentirnos queridos, aceptados y reconocidos por lo que somos, no por lo que tenemos o sabemos.
Esos tres aspectos, cuando están cubiertos, producen personas maduras, seguras, equilibradas, capaces de interactuar perfectamente con los demás, sin conflictos en el dar y el recibir, sin dependencias ni reclamaciones exageradas.
Y no cabe duda de que una de las piedras de toque con que vamos a enfrentarnos en la interrelación con los demás es el tema que hoy nos ocupa. Porque para que una relación sea sana es preciso que se asiente sobre un substrato de confianza mutua.
Es importante para la persona sentir que goza de un espacio de seguridad donde puede expresarse con plena libertad, donde coseche el respeto hacia sus ideas y su persona, donde no se sienta juzgado y mucho menos condenado. Y es que si no tiene ese espacio terminará desarrollando una serie de mecanismos o escudos adoptando posturas ficticias que no corresponden a su personalidad interna sino que son fruto del miedo. Esa es la primera piedra de un muro que se empieza a levantar entre los protagonistas. A continuación vendrán los problemas de comunicación, las ideas preconcebidas, la inflexibilidad para renunciar a las posturas adoptadas, la crítica, el juicio... Y ya estará creado el ambiente, sembrada la desconfianza y todo lo que suceda a partir de ese momento será recibido a través de ese tupido filtro que hemos colocado.
Pero, ¿por qué es tan difícil crear un espacio de confianza? Porque da igual que sea un grupo de varias personas o una pareja: el problema se plantea en ambos casos. Aunque cuando se produce en un grupo se hace mucho más complejo ya que se desencadenan una serie de acciones y actitudes tendentes a buscar el apoyo de los otros miembros del grupo para los propios posicionamientos con lo que se producen escisiones que en nada favorecen la concordia y la comunicación.
¿Cómo romper, pues, esa situación? ¿Cómo capitalizar esa experiencia que está siendo dolorosa para aprender de ella? Un buen consejo es alejarse un poco, intentar observar la situación desde la distancia porque así podremos ver aspectos que antes nos pasaban desapercibidos. Por ejemplo, apreciar desde dónde habla o actúa la otra persona, cuál es el bagaje de experiencias que la han llevado hasta donde ahora está, ver sus circunstancias, su momento, sus motivaciones... Y -a poco que observemos sin enjuiciar- descubrir qué reclamación hay tras esa actitud, qué miedo trata de ocultar, qué necesidades intenta cubrir...
Si hacemos una buena observación intentando partir de cero, sin prejuzgar, olvidando la historia pasada, como si estrenáramos la relación, seguramente encontraremos un enfoque de la situación o de la persona que antes no habíamos visto. La comprensión lleva al entendimiento y éste a la aceptación de las diferencias sin por ello sentirnos atacados ni sentir que nos están quitando algo que nos pertenece.
La experiencia grupal, la relación interpersonal, sea de la índole que sea, es la más bella de las escuelas. Es la fuente de aprendizaje por excelencia, donde podemos hacer realidad nuestras ideas, nuestras inquietudes, la pista de pruebas donde experimentar los impulsos internos. La vida nos proporciona un feed-back real, mucho más auténtico que los test de laboratorio de la Psicología.
La confianza en la vida nos haría verla como una escuela de aprendizaje y experimentación constante con la conciencia de que vamos a proyectar las experiencias que necesitamos para seguir atendiendo a ese impulso que nos hizo llegar a este mundo, un impulso que sigue haciéndonos empujar -empujar con fuerza- para salir de los corredores oscuros donde a veces nos metemos y para confiar en que, al final de él, siempre se encuentra la luz.



María Pinar Merino

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