La guerra de Irak ha terminado. Grandes saurios -tanto los que la han provocado como los que se han abstenido, que todos han actuado movidos por razones reptilianas- han derrotado a otro saurio menos grande y previamente debilitado. Y esa guerra ha terminado... pero no han terminado las guerras. Porque la única guerra que podría terminar con las guerras sería comprender que ese bulbo que guardamos en la cima del cogote, nuestro primer y más rudimentario cerebro, nuestro cerebro reptiliano, es el que desde el principio de los tiempos sigue motivando nuestras expediciones depredatorias.
El humano se ha valorado a sí mismo con el altisonante calificativo de “sapiens“ lo que denota ya cuán estúpido es. Porque llamar inteligencia a la capacidad de ingeniar armas que pueden acabar con todo vestigio de vida -la vida humana incluida- no es ser inteligente, es seguir siendo un tan estúpido como ciego cerebro reptiliano.
Yo comprendo que la Tierra es un planeta perdido en la inmensidad del espacio, un planeta aislado que sólo puede sobrevivir en sí mismo y de sí mismo, de manera que sobrevivir en este planeta equivale a estar sometido a un continuo proceso de reciclaje de cuanto aquí hay, de cuanto aquí, en este planeta, nace y muere.
Ese reciclaje, ese comer o ser comido, ese morir para que otros vivan, ¿tiene que limitarse a las frías y terribles leyes de ese primer y más rudimentario cerebro, a ese cerebro de insaciable saurio hambriento?
Si la medicina fuera medicina y si los médicos fueran médicos su primer postulado médico sería: “Aseguremos a la humanidad el óptimo, médicamente, de un mínimo de 2.700 calorías diarias”. Y el segundo: “Hagámoslo de manera que esas calorías no dependan del otro, de su muerte, sino de un intento de larga vida para todos”. Dos postulados éstos que de puro sabidos los tenemos ya olvidados.
De manera que “guerra” sí... pero no una guerra con armas inteligentes sino una guerra de hombres inteligentes. Porque sí, es cierto que hay “guerras” necesarias. Y la primera de esas guerras necesarias, la gran guerra necesaria, la que acabaría con todas las guerras reptilianas es aquella en la que no se buscaría obtener sino otorgar. Que todas las guerras ahora son las jurásicas guerras de unos saurios que anhelan más y más territorio y poder. Los dos pilares sobre los que un humano enfermo -o sea, un saurio- se siente feliz y seguro.
Según datos de la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas) en 1999 las personas que murieron por hambre fueron más de ochocientos veintiocho millones. Y esa cifra ha ido aumentando año tras año.
Y a la desnutrición que anualmente lleva a la muerte a tantos millones de niños, mujeres y hombres hay que unir los restantes otros daños de los que esa desnutrición es causa, como la ceguera anual de siete millones de personas, casi todas niños. Como niños son los millones y millones que la pobreza arroja a buscar comida en los estercoleros; que la pobreza lleva a esclavizarse en trabajos tan humillantes como peligrosos; que la pobreza impide puedan acceder a los medicamentos que las multinacionales o bien niegan facilitar, o simplemente abaratar; que la pobreza arroja a las calles, muy lejos de las escuelas; una pobreza, en definitiva, que impide se alimenten con ese mínimo de calorías que da al humano la capacidad de asumir su propia vida, de poderse llamar humano. Que humano es tan sólo quien tiene acceso a la comida, a la justicia y a la libertad.
Nosotros, los reptiles satisfechos, hablamos de la sequía, de la selección natural, de que cada uno recibe lo que merece; de que lo que hay es muy pocas ganas de trabajar; de que si mandamos comida unos pocos se la quedan; de que lo que hay que hacer no es dar peces sino enseñar a pescar; de que...
Son las mentiras, las medias verdades y las verdades parciales con que justificamos nuestra actitud nosotros, los pequeños saurios. Porque los ya más grandes saurios, esos saurios que expanden y expanden su abdomen -en 1960 el veinte por ciento de los habitantes más ricos del mundo disfrutaban de una renta treinta y una veces superior a la del veinte por ciento de los habitantes más pobres, y en 1998 ya no eran treinta y una veces sino ochenta y tres veces superior-, esos ni siquiera intentan justificarse: son los saurios que nunca se sentirán saciados aunque suelen acabar muriendo de empacho.
Y esas guerras, que tejen su urdimbre con el hambre de los que no comen y con el hambre de quienes nunca se sienten saciados, queda claro que son reptilianas porque actualmente la producción agrícola podría alimentar a más de doce mil millones de personas, casi el doble de las que pueblan nuestra isla-Tierra. Y, por cierto, una cuarta parte de la cosecha mundial de cereales se destina a alimentar vacas. Y no precisamente las vacas que la India considera sagradas.
¿Y cuál es la razón, la auténtica razón, de que un sexto de la población humana muera de hambre? Simplemente es eso que llaman el libre mercado y que es el mercado virtual donde los más grandes entre los grandes saurios marcan los precios a su mejor conveniencia. Porque el precio de casi todos los alimentos naturales que se compran en el mercado libre son especulativos, están hinchados por quienes los controlan, que no son precisamente quienes cultivan los alimentos.
La guerra de Irak ha terminado. Los grandes saurios de fuera que un día decidieron dejar en el poder a un cruel saurio de dentro han decidido ahora prescindir de él. Entre tanto, en ese juego de conveniencias reptilianas, se sabe que en Irak murieron entre 1995 y 1999 por falta de alimentos y de medicamentos seiscientos mil niños. Denis Halliday, coordinador de la ayuda humanitaria de la ONU -que fue quien reveló esa cifra-, afirmó con rotundidad el 18 de enero de 1999 -antes de dimitir- en una conferencia de prensa lo siguiente: "En Irak, Estados Unidos es culpable de genocidio".
¿Sólo Estados Unidos? ¿Y el pacto colonial? ¿Ese pacto iniciado en el siglo XIX -y todavía vigente- por el que los países colonizadores vivían en la amistosa hermandad que habían aprendido de los antiguos bucaneros?
¿Países saurios tan sólo? Allende, en Chile, perdió el poder porque su programa de reformas sociales buscaba el reforzamiento de la independencia del país mediante una reducción drástica de los exorbitantes privilegios de las multinacionales.
Y los países y las multinacionales, no nos engañemos, somos nosotros, son personas con nombre y apellidos. Casi siempre con antiguos apellidos procedentes de ancestrales famosos saurios.
La guerra de Irak ha terminado. Y ahora, ¿qué? Sencillamente nada porque ésta no era la guerra que puede acabar con las guerras. En palabras de Jean Ziegler, el sociólogo suizo que más y mejor ha denunciado nuestra injusta sociedad: "Hay que cambiar el orden asesino del mundo. Una banda internacional de especuladores bursátiles, sin alma ni corazón, ha creado un mundo de desigualdad, de miseria y horror. Es urgente poner fin a su reinado criminal".
En efecto, pero, ¿podemos prescindir de nuestro cerebro reptiliano? ¿De ese bulbo que llevamos prendido en la cima del cogote y que es el que biológicamente motiva todas nuestras expediciones depredatorias? ¿Puede algún cirujano extirparlo?
Joaquín Grau
martes, 20 de julio de 2010
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