La revista científica Nature ha publicado un comunicado de la doctora Jane Rogers -investigadora de la Wellcome Trust Sanger Institute- que da noticia de que un equipo de este instituto ha desvelado el mapa genético del ratón conocido por el nombre Mus musculus. O sea, de la cobaya, nuestro conejillo de Indias. Y lo sorprendente de la noticia está en que la secuencia del genoma del Mus musculus revela que un 99% de nuestro ADN es idéntico al de ese tipo de ratones. Dicho con más claridad: la diferencia genética entre el “homo sapiens” y el Mus musculus es tan sólo del uno por ciento.
Ante esta noticia, así, a bote pronto emocional, a mí tan sólo se me ocurre expresar mi rechazo a una ciencia que nos está comiendo la moral. Y, si no, vean:
Primero nosotros éramos el Universo. Nuestro mundo personal y la tierra que pisábamos era todo. Y todo era nosotros. Luego vino un tal Ptolomeo que, apoyándose en Aristóteles, nos dijo que no éramos el universo pero que no importaba porque estábamos en el centro del mismo. Que éramos algo así como el ombligo de todo eso que veíamos fuera de nosotros. Pero -y voy a grandes trancos porque las ofensas científicas fueron más de las que reseño- ya Copérnico nos convenció de que nosotros no éramos el ombligo, que ese lugar central lo ocupaba el sol. Aunque lo más gordo llegó con Galileo y su telescopio porque, a partir de él, poco a poco la ciencia nos ha situado en el extrarradio de una galaxia de tercera regional que da pena sólo pensar en ello. Y no hablemos ya de Darvin, que va y nos dice que no somos Dios, que a quien nos parecemos es a la mona Chita. Y ya digo, a grandes trancos, resulta que hace poco tiempo supimos que tenemos una gran semejanza genética con la mosca del vinagre. Algo humillante pero no insultante. Porque lo insultante ha llegado ahora cuando nos dicen que en realidad somos cuasi-ratas. Si bien, de momento, no de alcantarilla sino de esas a las que pinchamos, rajamos y cortamos en los laboratorios médicos. Lo que, además de insultante, es peligroso porque podemos llegar a la conclusión -siempre científica- de que no somos más que cobayas de otros más sapiens -o menos simios- que nosotros. Y que nuestras enfermedades son tan sólo dolencias que nos infringen esos otros Mus musculus con algún gen más que nosotros.
Ya digo, humillante y peligroso. Aunque en realidad, no. Porque nosotros, las ratas humanas, nos seguimos creyendo y, en consecuencia, comportando como si fuéramos dioses que, a fin de cuentas, a ver quién nos quita la idea de que Dios y nosotros, a imagen y semejanza. Y es que, al parecer, nada ni nadie puede evitar que nos sigamos sintiendo el centro del universo. Nuestro egocentrismo nos seguirá llevando siempre a estar en el centro. En todo, hasta en política. Y es lógico que sigamos sintiendo así porque imagínense lo que sería aceptar que en el universo vivimos en las chabolas del extrarradio y que individualmente somos más una rata de laboratorio que seres diseñados a imagen y semejanza de Dios. Porque si aceptáramos ser ratas, si nos ponemos en el lugar de éstas sabiendo además que, según nos dice su genoma, no sólo conservamos el gen de su cola sino que hasta sus genes sexuales son más eréctiles y potentes que los nuestros -que esto sí que humilla- entonces, como poco, nos crecería la cola de ese gen para llevar ese rabo entre piernas. Y, por descontado, deberíamos dejar de experimentar con ellas en nuestros laboratorios. Porque entre semejantes se impone un respeto.
Claro que, ante eso de que somos simples Mus musculus de laboratorio caben otras disquisiciones.
Primero, cabe considerar la importancia de ese mínimo porcentaje. Porque ese uno por ciento de diferencia ha hecho posible que un humano haya escrito El Quijote y, que se sepa, una rata no ha escrito nada. Y si lo ha escrito no ha habido ninguna otra rata que se lo haya editado.
Y pongo otro ejemplo: en uno de sus relatos de viaje -escribo de memoria- Blasco Ibáñez relató que estando en Pompeya con unos turistas franceses, entre los que se encontraba una jovencita fina y delicada, el guía mostró uno de los soldados petrificados por la lava del Vesubio. Ese soldado estaba desnudo y el guía, señalando el sexo del soldado, indicó que podían ver que se trataba de un hombre por -dijo- esa “pequeña diferencia”. Y fue entonces cuando la fina y delicada jovencita francesa, muy excitada, exclamó: "¡Viva la pequeña diferencia!". De donde se deduce que una pequeña diferencia puede ser algo muy importante, tanto como para llevarnos a levantar catedrales.
Segundo: volviendo a los ejemplos anteriores, cabe pensar que lo importante no es la pequeña diferencia sino que lo que ocurre es que estamos dando demasiada importancia a los genes. Porque ahora todo se mide en genes. Y personalmente, como creador de la terapia Anatheóresis, puedo afirmar que los genes, sí, configuran nuestra individualidad, pero. ¿qué más? ¿Son tan importantes, como se afirma, en la etiología de nuestras enfermedades? ¿O, como en Anatheóresis se observa y sospechan ya algunos científicos, son las emociones vividas por el no-nato las que alteran -en mayor o menor medida- las órdenes genéticas que configuran su crecimiento?
Y esto último nos lleva a una cuarta consideración: ¿Qué importa más: la cantidad o la calidad? Un ciempiés no es -eso parece- más complejo que un humano. Ni siquiera corre más. Y la pequeña diferencia que tanto excitó a la francesita, ¿fue en su tiempo, cuando no la cubría la lava, más válida por su cantidad o por sus cualidades? Porque por mucha cantidad que haya, si hay que recurrir a la lava para mantener ese uno por ciento erecto, entonces...
Aunque quién sabe si hay que contemplar esa pequeña diferencia -la del porcentaje, no la otra- con las gafas de la analogía y dar cierta razón a la cantidad. Me refiero a que en la humanidad se da analógicamente ese uno por ciento de diferencia con el resto. Es el uno por ciento que, situado en el centro del poder y el dinero, utiliza al restante 99% de cobaya a la que trinchar cuando lo desea a fin de no perder su calidad de ombligo.
Joaquín Grau
domingo, 25 de julio de 2010
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