El desarrollo de la personalidad del ser humano ha sido objeto de estudio desde tiempos inmemoriales por parte de científicos y filósofos. Y no es para menos. Los primeros se han esforzado en diseñar experimentos que permitieran, mediante la estadística, crear el marco de referencias donde poder asentar sus postulados. Los segundos buscaban su refrendo creando hipótesis que fueran avaladas por las capacidades internas del ser humano.
Partimos de la vieja idea de que las líneas que definen la personalidad proceden de nuestro bagaje genético y se desarrollan desde los primeros años de la infancia hasta llegar a la madurez en la edad adulta. En nuestros días el planteamiento que se acepta es el de que la influencia del entorno y las circunstancias provoca cambios constantes a lo largo de toda la vida, superando la etapa de la madurez.
Algunas teorías psicológicas dividen el desarrollo de nuestra personalidad en ciclos de 7 años. Así tendríamos:
-De 0 a 7 años, la primera infancia.
-De 7 a 14 años, la infancia y la pre-adolescencia.
-De 15 a 21 años, la adolescencia y la juventud. Periodo formativo por excelencia.
-De 21 a 28 años, la incursión en el mundo laboral.
-De 28 a 35 años, la asunción de nuevas responsabilidades (matrimonio, consolidación profesional, etc).
A partir de ese momento se consideraba que la personalidad ya estaba “formada”, que uno -tanto el hombre como la mujer- tenía un grado de madurez que permitía afirmar que era una persona “hecha y derecha”, como dice el dicho popular. Sin embargo, recientes investigaciones realizadas con adultos entre 21 y 60 años han demostrado que la personalidad sigue cambiando a partir de la década de los treinta y que incluso la tendencia se mantiene durante toda la vida.
Para apoyar esta afirmación los investigadores de la Universidad de Berkeley -en California- han evaluado en cerca de 150.000 personas lo que se ha dado en llamar los cinco grandes rasgos de la personalidad: grado de consciencia, capacidad de ser agradable, nivel de neurosis, franqueza y extroversión. Y aunque es un estudio parcial porque se han dejado de lado muchos otros aspectos que son importantes para definir nuestro carácter los datos han sido bastante significativos.
Aparentemente, con el paso de los años y el aumento de la madurez nos volvemos más conscientes de nosotros mismos, de nuestras capacidades y nuestras limitaciones, nos hacemos más tolerantes, pacientes y amigables, disminuyen los comportamientos neuróticos y también nos hacemos menos extrovertidos. Todas estas facetas nos ayudan a adaptarnos mejor al ambiente y a las nuevas responsabilidades que vamos adquiriendo con el paso del tiempo (laborales, familiares, emocionales, sociales...).
Cada vez está más demostrado que aunque cada ser humano es único e irrepetible no somos personas aisladas e independientes sino que interactuamos constantemente con el medio en que nos desenvolvemos y con las personas con las que nos relacionamos.
Eso provoca tanto en el entorno como en las personas modificaciones continuas; es decir, evolucionamos desde el mismo momento del nacimiento hasta el final de nuestra vida, seguramente a distinta velocidad y en diferentes áreas pero de forma sistemática y constante.
Hoy día sabemos de la gran influencia que, para la formación de la personalidad, tienen las experiencias vividas en la primera infancia e, incluso, durante el periodo prenatal. Se asume convencionalmente que el 90% de los rasgos se fijan en la etapa que va de los 0 a los 3 años de edad pero eso no significa necesariamente que en ese tiempo fijemos un programa de vida del que no podemos salir.
Esas vivencias fijan una cierta tendencia, un marco de referencias, una serie de líneas que trazamos en el mapa que va a ser nuestro territorio pero no cabe duda de que el ser humano, por su capacidad de aprendizaje y transformación, es capaz de modificar esos trazados para superar los límites prefijados en base a lo que va experimentando en la vida.
Todos los seres vivos -incluso los no racionales- aprenden de la experiencia. ¿Cómo no va a hacer lo mismo el ser humano? ¿Y quién determina cuándo no se necesita ya aprender más? ¿Quién decide que la persona ha alcanzado su grado de madurez máximo y ya no lo puede superar? ¿Es que acaso hay un baremo para evaluar en qué aspectos podemos crecer y en cuáles no?
Las respuestas están en uno mismo. Es el propio ser el que determina cuándo seguir creciendo y cuándo parar en su evolución aunque, a su pesar, siga influido por la acción de la vida sobre él. Porque la vida es movimiento, es cambio, es transformación constante y mientras se está vivo se está sujeto a esos parámetros.
Obviamente, la actitud de la persona es determinante. Una actitud flexible, de apertura a lo nuevo, de deseos de seguir evolucionando, con ganas de aprender, crecer y mejorar facilita enormemente los procesos de transformación, que podrán ser tomados como experiencias gratificantes y plenas.
En cambio, si hay resistencia a lo nuevo, al cambio, a asumir riesgos, a enfrentarse a las dificultades para superarlas... la persona vivirá esos procesos con dolor. Porque esa actitud está mediatizada por el miedo, por la inseguridad que supone arriesgarse a dejar lo conocido para aventurarse por nuevos parajes. Y es que cuando uno ha luchado mucho por desbrozar su parcela, por eliminar de su personalidad aquello que no le gustaba, cuando uno está satisfecho con lo que ha obtenido en la vida, ya sea a nivel personal, familiar, profesional o social, lo que desea es consolidarlo y conservarlo. Pero también sabe que esa actitud se podrá mantener sólo durante un tiempo porque después la presión que la propia vida ejerce hará que se rompan los moldes preestablecidos y se busquen nuevas formas donde el Ser Integral pueda expresarse de acuerdo a sus nuevos niveles de consciencia. Así pues, nos queda siempre camino por delante para recorrer y lo más que podemos permitirnos es un pequeño descanso en alguna estación mientras hacemos el trasbordo para tomar el tren que nos llevará en una nueva dirección, dispuestos a descubrir más facetas inexploradas de nosotros mismos.
María Pinar Merino
lunes, 19 de julio de 2010
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