Los seres humanos tenemos grabado a nivel celular una orden fundamental: la supervivencia. Esa orden desencadena en nosotros una serie de reacciones tanto a nivel biológico como mental, una gran cantidad de mecanismos de defensa que sirven para eso, para alejarnos de los peligros y mantener la vida.
Cuando empezamos nuestra andadura como seres humanos todo ese caudal de energía y fuerza se encauzaba hacia la lucha contra el medio, tremendamente hostil, y contra el que oponía la inteligencia a la fuerza. Con el paso del tiempo las condiciones se hicieron más favorables y se crearon estructuras sociales encargadas de la protección y la defensa de la comunidad.
Esas estructuras se han sofisticado hasta límites insospechados. El uso de la informática en la era tecnológica en la que nos ha tocado vivir ha proporcionado un avance sin precedentes en ese campo.
Así, los gobiernos se empeñan en manejar presupuestos billonarios para conseguir sistemas cada vez más complejos que garanticen la seguridad de los ciudadanos. Pero, ¿se consigue eso realmente? ¿Qué fue de aquel sentimiento primario, el miedo? ¿Lo hemos erradicado o sigue latiendo dentro de nuestra bien pertrechada personalidad y se manifiesta ante el más pequeño descuido?
Vivimos tiempos difíciles, complejos, controvertidos, cambiantes. Tiempos en los que no “se lleva” eso de hablar del miedo porque tendemos a creer que es una emoción del pasado. Ahora preferimos hablar de “inseguridad” y nos encontramos con la incongruencia de que hay personas que manifiestan abiertamente ser inseguras como si eso les diese carta blanca en su comportamiento; se adelantan así a la opinión de los demás y, de una manera velada, están reclamando condescendencia, comprensión, apoyo, ayuda, protección, benevolencia, etc. En ocasiones, incluso, suena como algo positivo: “Yo es que soy tremendamente inseguro/a” –oímos decir mientras se esgrime una sonrisa de complacencia.
Pero, ¿que significa ser inseguro? Ser inseguro significa estar dominado por el miedo. La inseguridad no es otra cosa que la consecuencia directa del miedo.
Ante la sensación de inseguridad buscamos desesperadamente protección. Como siempre, es más fácil reconocerlo en el exterior, en el mundo físico y tomamos medidas en ese sentido. Y levantamos murallas a nuestro alrededor, ponemos barreras para que no invadan nuestro territorio, nos recluimos en fortalezas, búnkers o castillos, montamos sistemas de vigilancia de los demás -potenciales enemigos-, nos armamos adecuadamente... En definitiva, nos defendemos. Es decir, hacemos lo que han hecho los seres humanos desde siempre para sentirse seguros.
Lo que ocurre es que ahora, con la complejidad de nuestro mundo, las barreras y las murallas están mucho más lejos de nosotros porque consideramos que el territorio a defender es mucho más grande y que los que se encuentren fuera de él son los enemigos, los que pueden hacernos daño. Hay países que incluso colocan su defensa fuera de la Tierra, en el espacio, considerando que sólo así pueden sentirse seguros.
El afán por la búsqueda de la seguridad llega a obsesionar a los gobiernos, a los ciudadanos del mundo entero... pero no es algo que leamos en los periódicos sino que nos afecta a nosotros también, a usted y a mí.
Se ha escrito mucho sobre si desde el 11-S el mundo ha cambiado en su forma de entender la seguridad. Aparentemente, aquellos hechos demostraron que nada ni nadie puede tener la seguridad completa. No quiero hacer un análisis de aquellos lamentables sucesos como tampoco sobre los miles de incidentes militares, políticos, económicos, etc., que han supuesto y suponen hoy todavía millones de víctimas en muchos lugares del mundo. Sólo quiero que nos detengamos un momento a analizar qué ha pasado en nosotros desde ese día. Que nos preguntemos hasta dónde se ha movido la frontera del miedo y dónde se ha instalado definitivamente en nuestra parcela interior. Que analicemos lo que hemos hecho para sentirnos más seguros.
La siguiente reflexión es darnos cuenta del precio que estamos pagando por mor de conseguir esa seguridad. ¿Cuál es la moneda de cambio que estamos utilizando? ¿En qué cedemos para sentirnos más seguros?
Yo he encontrado una de las respuestas. Seguramente habrá muchas pero, en lo que a mí respecta, estamos pagando la seguridad con renuncia a la libertad.
Y eso se percibe cuando permitimos que los que consideramos más fuertes, los mejor equipados o los más preparados se instalen en nuestra tierra para defendernos; cuando dejamos que los poderosos tengan la última palabra; cuando nos damos cuenta de que nuestras opiniones, nuestros votos o nuestras decisiones democráticas no se valoran; cuando permitimos que sucedan cosas con las que no estamos de acuerdo; cuando no se oyen las sugerencias o las alternativas propuestas o cuando se renuncia al derecho a elegir y aceptamos las imposiciones del otro. Todo ello para que, como contrapartida, ellos nos protejan y contemos con los mejores sistemas de defensa jamás soñados.
¿Qué puede suceder? En los medios de comunicación los expertos analizan la trayectoria de nuestra sociedad occidental desde puntos de vista políticos, económicos, sociales, militares, etc., y todos coinciden en que se observa un endurecimiento de las posturas, una radicalización de las ideas, lo que lleva a la sacralización de símbolos como la bandera, la patria, la religión, el país, la cultura o el estado de bienestar.
Y mientras nuestro mundo camina hacia esos derroteros, ¿qué está sucediendo a nivel interno en cada uno de nosotros? ¿Cómo repercute esa actitud generalizada de buena parte del “mundo civilizado” en nuestro día a día?
Es el miedo a perder lo que tenemos y lo que somos el que nos hace refugiarnos en un territorio pequeño donde sentirnos seguros y allí, en ese espacio reducido, montamos nuestras pequeñas defensas, levantamos muros que nos oculten de los demás sin darnos cuenta de que nos impiden mirar el paisaje. Nos encerramos en nuestro castillo particular olvidándonos de que la vida sigue transcurriendo fuera de esa fortaleza. Ponemos filtros para que aquello que nos llegue no nos haga daño sin tener consciencia de que estamos renunciando a la vida, a la expresión de nuestro ser en toda su grandeza, sin límites.
Ejercer la libertad ha sido siempre el Norte hacia el que el ser humano ha dirigido su brújula; sin embargo, ahora el deseo de mantener lo que se ha conseguido -ya sea material, profesional o afectivo- nos hace renunciar una y otra vez a ese ejercicio que es consustancial al ser humano.
Dicen aquellas personas que han tenido una experiencia de muerte clínica que después de ese momento, cuando regresan al mundo físico, se dan cuenta de que “no pueden perder ni un minuto, que hay muchas cosas por vivir”. Y yo me pregunto ¿cómo vamos a hacerlo, cómo seguir ese impulso vital si estamos encerrándonos en trajes cada vez más estrechos?
La seguridad, al igual que cualquier otro estado del ser, no es algo que proviene de fuera. Las circunstancias externas lo único que hacen es favorecer que eso que está latente se exprese pero de ningún modo son las causantes del problema. Se siente seguro quien está seguro, quien es seguro, con esa seguridad que se manifiesta en confianza, apertura y, sobre todo, libertad.
La falsa seguridad que buscamos tiene que ver con ataduras, renuncias y negación. El ser no ha venido a negarse a sí mismo sino a reconocerse mediante su manifestación. Si evitamos esa manifestación estamos yendo en contra de la evolución.
Por más fronteras y defensas que pongamos nunca podremos estar seguros; por más que nos ocultemos, por más escudos anti-misiles que montemos mirando a tal o cual parte de nuestro maravilloso globo azul no estaremos sino engañándonos a nosotros mismos. Es dentro -siempre es dentro- donde hay que trabajar. Porque si lo de dentro está bien los de fuera no pueden vendernos una seguridad adquirida.
La única salida es ampliar horizontes, es sentir nuestra responsabilidad como seres humanos y acercarnos a la tolerancia, el respeto por la vida y la paz, ejercidas siempre desde la libertad. Sólo así lograremos nuestra parcela de seguridad. Y cuando no temamos perder lo alcanzado estaremos disfrutando de ello de una forma nunca imaginada.
María Pinar Merino
jueves, 26 de agosto de 2010
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