Un estudio elaborado por un equipo dirigido por la doctora Julie Magno Zito -de la Universidad de Maryland (Estados Unidos)- confirma la tendencia cada vez mayor de los pediatras y de los psiquiatras infantiles a recurrir al uso de potentes medicamentos psicoactivos para tratar la depresión, la hiperactividad, la ansiedad, la anorexia, la bulimia y otros tipos de comportamientos compulsivos que afectan a los niños a edades cada vez más tempranas.
Concretamente, el número de niños que en Estados Unidos toma medicamentos psiquiátricos se ha triplicado en diez años. La cifra de niños norteamericanos que ingiere regularmente antidepresivos o estimulantes es ya del 6%. Un porcentaje que no es muy superior al que sufren los restantes países del primer mundo.
Naturalmente, el aumento de psicofármacos se justifica con el hecho de que ahora se diagnostican mejor las enfermedades mentales. O sea, que antes los niños también estaban hechos un asco pero los médicos no lo sabían. Si bien es cierto que otros medios médicos -como el Archives of Pediatrics and Adolescent Medicine, que elabora estadísticas regulares- consideran que hay también una excesiva presión por parte de la industria farmacéutica y de las compañías de seguros médicos.
Supongo que médicos e industria farmacéutica han llegado a la conclusión obvia de que la vida es, por sí misma, una enfermedad mortal. Razón por la que todo cuanto hagamos o nos ocurra -ya desde niños- deberá ser calificado con un nombre de enfermedad que, a su vez, deberá contar con su correspondiente fármaco.
Esto en el primer mundo, donde -en mayor o menor medida- nuestro bolsillo o la Seguridad Social pueden pagar tantos fármacos para tantas enfermedades. Porque en el tercer y cuarto mundo, donde no hay monedas en los bolsillos ni en las arcas estatales, los niños no enferman: simplemente mueren de hambre. Y si se empeñan en decir que están enfermos, por aquello de que quieren parecerse a los del primer mundo, entonces se les niega el acceso a medicamentos genéricos baratos. ¿Para qué querrán estar enfermos los ciudadanos de los países pobres si no pueden pagarse los medicamentos?
Y digo yo, en lugar de crear enfermedades donde en muchos casos no las hay, ¿no sería mejor buscar las razones que son causa de nuestro malestar?
Es posible que yo esté condicionado por la terapia que he generado -Anatheóresis- que busca solucionar nuestro sufrimiento buceando hasta encontrar las raíces del mismo, no limitándose la terapia a resolver lo que sólo es somatización, a lo que es sólo su expresión orgánica: mental o física. Porque las raíces de nuestros daños están a la vista. Son las de nuestra cultura, una cultura que nos segrega del entorno, de nuestros semejantes, que por agredir a la Naturaleza nos agrede a nosotros, que somos Naturaleza.
Observen a nuestros hijos. Ahí están por la mañana, temprano, en la calle, con frío o calor, adormilados, pegados a la pared de una casa cercana a la parada del autobús que esperan, con su maletón de libros que cuelga de su débil espalda, sin juegos, camino de esa cárcel que suele ser el colegio. Y este tormento empieza a una edad ya temprana. Un tormento que sigue en casa, donde no hay espacio para que un niño juegue, donde se le somete a las tensiones de tener que ser el más inteligente del lugar, al que se le exige que esté quieto y al que se le premia, por bueno y educado, si se pega al televisor o a la consola de juegos. Y ahí sigue, calladito, hora tras hora. En definitiva, el estrés anida -especialmente en las ciudades- en el cuerpo de todo niño de nuestro primer mundo.
Yo recuerdo mi niñez, una niñez de guerra, sin comida... pero sin colegio y en plena libertad. Mis juegos eran los fusiles y las granadas, mi música las sirenas que advertían de un bombardeo. En definitiva, mi niñez fue la de esos “salvajes” a los que, ya adulto, encontré en la Amazonía. Y, como ellos, yo no sufría estrés, ni depresión, ni ansiedad, ni... Sólo hambre. Mi vida era un constante juego. Viví como un salvaje, con el peligro y la sabiduría que da la libertad. Cuando a mí, al terminar la Guerra Civil, me encerraron mis padres en esa cárcel que era un colegio de religiosos tenía ya once años. A esa edad empecé casi a aprender, a leer y a juntar letras en un cuaderno. Y aquí estoy, sin ser más subnormal que la mayoría de mis coetáneos. Además fui un niño feliz. Lo fui hasta que esos religiosos represores se hicieron cargo de mí.
Por favor, ¡dejemos a los niños en paz! Y a los adultos también. Porque ahora, siendo como somos los humanos simples animales lúdicos, nuestra cultura no nos deja jugar. Que nosotros, los del primer mundo, los que creemos tenerlo todo y sólo tenemos malestar, nosotros, los que hemos inventado enfermedades y fármacos que justifiquen nuestra cobardía, nuestra incapacidad para enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestra patológica forma de vida, a una forma de vida que confunde salud con seguridad y vivir con malvivir... hemos matado al niño lúdico que llevamos dentro. Y aquí estamos, huérfanos de niñez.
Y lo malo es que nuestra cultura de poder, de acumulación de bienes, es un virus que ha adquirido valores pandémicos. Es una enfermedad que, por un lado, se nutre de la vida de esos otros mundos llamados de tercer o cuarto orden, y, por otro, provocamos en esos otros mundos pobres el deseo de contagiarse y de ser como nosotros, los de un mundo de niñez enferma.
Nuestra cultura es sólo una huida del sufrimiento. Y en esa huida nos hemos ido tan lejos de nosotros mismos que nuestro yo vive en la más íntima soledad. Y nos hemos ido tan lejos de nuestros semejantes que estos son ya poco más que simples imágenes en una pantalla. Y ese es el alimento cultural que estamos dando a nuestros hijos, a nuestros pobres niños que viven saciados de lo que no llena y faltos de lo que podría hacerles felices.
Joaquín Grau
martes, 3 de agosto de 2010
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