jueves, 26 de agosto de 2010

¿SE SIENTE USTED INSEGURO ANTE LA VIDA?

Los seres humanos tenemos grabado a nivel celular una orden fundamental: la supervivencia. Esa orden desencadena en nosotros una serie de reacciones tanto a nivel biológico como mental, una gran cantidad de mecanismos de defensa que sirven para eso, para alejarnos de los peligros y mantener la vida.
Cuando empezamos nuestra andadura como seres humanos todo ese caudal de energía y fuerza se encauzaba hacia la lucha contra el medio, tremendamente hostil, y contra el que oponía la inteligencia a la fuerza. Con el paso del tiempo las condiciones se hicieron más favorables y se crearon estructuras sociales encargadas de la protección y la defensa de la comunidad.
Esas estructuras se han sofisticado hasta límites insospechados. El uso de la informática en la era tecnológica en la que nos ha tocado vivir ha proporcionado un avance sin precedentes en ese campo.
Así, los gobiernos se empeñan en manejar presupuestos billonarios para conseguir sistemas cada vez más complejos que garanticen la seguridad de los ciudadanos. Pero, ¿se consigue eso realmente? ¿Qué fue de aquel sentimiento primario, el miedo? ¿Lo hemos erradicado o sigue latiendo dentro de nuestra bien pertrechada personalidad y se manifiesta ante el más pequeño descuido?
Vivimos tiempos difíciles, complejos, controvertidos, cambiantes. Tiempos en los que no “se lleva” eso de hablar del miedo porque tendemos a creer que es una emoción del pasado. Ahora preferimos hablar de “inseguridad” y nos encontramos con la incongruencia de que hay personas que manifiestan abiertamente ser inseguras como si eso les diese carta blanca en su comportamiento; se adelantan así a la opinión de los demás y, de una manera velada, están reclamando condescendencia, comprensión, apoyo, ayuda, protección, benevolencia, etc. En ocasiones, incluso, suena como algo positivo: “Yo es que soy tremendamente inseguro/a” –oímos decir mientras se esgrime una sonrisa de complacencia.
Pero, ¿que significa ser inseguro? Ser inseguro significa estar dominado por el miedo. La inseguridad no es otra cosa que la consecuencia directa del miedo.
Ante la sensación de inseguridad buscamos desesperadamente protección. Como siempre, es más fácil reconocerlo en el exterior, en el mundo físico y tomamos medidas en ese sentido. Y levantamos murallas a nuestro alrededor, ponemos barreras para que no invadan nuestro territorio, nos recluimos en fortalezas, búnkers o castillos, montamos sistemas de vigilancia de los demás -potenciales enemigos-, nos armamos adecuadamente... En definitiva, nos defendemos. Es decir, hacemos lo que han hecho los seres humanos desde siempre para sentirse seguros.
Lo que ocurre es que ahora, con la complejidad de nuestro mundo, las barreras y las murallas están mucho más lejos de nosotros porque consideramos que el territorio a defender es mucho más grande y que los que se encuentren fuera de él son los enemigos, los que pueden hacernos daño. Hay países que incluso colocan su defensa fuera de la Tierra, en el espacio, considerando que sólo así pueden sentirse seguros.
El afán por la búsqueda de la seguridad llega a obsesionar a los gobiernos, a los ciudadanos del mundo entero... pero no es algo que leamos en los periódicos sino que nos afecta a nosotros también, a usted y a mí.
Se ha escrito mucho sobre si desde el 11-S el mundo ha cambiado en su forma de entender la seguridad. Aparentemente, aquellos hechos demostraron que nada ni nadie puede tener la seguridad completa. No quiero hacer un análisis de aquellos lamentables sucesos como tampoco sobre los miles de incidentes militares, políticos, económicos, etc., que han supuesto y suponen hoy todavía millones de víctimas en muchos lugares del mundo. Sólo quiero que nos detengamos un momento a analizar qué ha pasado en nosotros desde ese día. Que nos preguntemos hasta dónde se ha movido la frontera del miedo y dónde se ha instalado definitivamente en nuestra parcela interior. Que analicemos lo que hemos hecho para sentirnos más seguros.
La siguiente reflexión es darnos cuenta del precio que estamos pagando por mor de conseguir esa seguridad. ¿Cuál es la moneda de cambio que estamos utilizando? ¿En qué cedemos para sentirnos más seguros?
Yo he encontrado una de las respuestas. Seguramente habrá muchas pero, en lo que a mí respecta, estamos pagando la seguridad con renuncia a la libertad.

Y eso se percibe cuando permitimos que los que consideramos más fuertes, los mejor equipados o los más preparados se instalen en nuestra tierra para defendernos; cuando dejamos que los poderosos tengan la última palabra; cuando nos damos cuenta de que nuestras opiniones, nuestros votos o nuestras decisiones democráticas no se valoran; cuando permitimos que sucedan cosas con las que no estamos de acuerdo; cuando no se oyen las sugerencias o las alternativas propuestas o cuando se renuncia al derecho a elegir y aceptamos las imposiciones del otro. Todo ello para que, como contrapartida, ellos nos protejan y contemos con los mejores sistemas de defensa jamás soñados.
¿Qué puede suceder? En los medios de comunicación los expertos analizan la trayectoria de nuestra sociedad occidental desde puntos de vista políticos, económicos, sociales, militares, etc., y todos coinciden en que se observa un endurecimiento de las posturas, una radicalización de las ideas, lo que lleva a la sacralización de símbolos como la bandera, la patria, la religión, el país, la cultura o el estado de bienestar.
Y mientras nuestro mundo camina hacia esos derroteros, ¿qué está sucediendo a nivel interno en cada uno de nosotros? ¿Cómo repercute esa actitud generalizada de buena parte del “mundo civilizado” en nuestro día a día?
Es el miedo a perder lo que tenemos y lo que somos el que nos hace refugiarnos en un territorio pequeño donde sentirnos seguros y allí, en ese espacio reducido, montamos nuestras pequeñas defensas, levantamos muros que nos oculten de los demás sin darnos cuenta de que nos impiden mirar el paisaje. Nos encerramos en nuestro castillo particular olvidándonos de que la vida sigue transcurriendo fuera de esa fortaleza. Ponemos filtros para que aquello que nos llegue no nos haga daño sin tener consciencia de que estamos renunciando a la vida, a la expresión de nuestro ser en toda su grandeza, sin límites.
Ejercer la libertad ha sido siempre el Norte hacia el que el ser humano ha dirigido su brújula; sin embargo, ahora el deseo de mantener lo que se ha conseguido -ya sea material, profesional o afectivo- nos hace renunciar una y otra vez a ese ejercicio que es consustancial al ser humano.
Dicen aquellas personas que han tenido una experiencia de muerte clínica que después de ese momento, cuando regresan al mundo físico, se dan cuenta de que “no pueden perder ni un minuto, que hay muchas cosas por vivir”. Y yo me pregunto ¿cómo vamos a hacerlo, cómo seguir ese impulso vital si estamos encerrándonos en trajes cada vez más estrechos?
La seguridad, al igual que cualquier otro estado del ser, no es algo que proviene de fuera. Las circunstancias externas lo único que hacen es favorecer que eso que está latente se exprese pero de ningún modo son las causantes del problema. Se siente seguro quien está seguro, quien es seguro, con esa seguridad que se manifiesta en confianza, apertura y, sobre todo, libertad.
La falsa seguridad que buscamos tiene que ver con ataduras, renuncias y negación. El ser no ha venido a negarse a sí mismo sino a reconocerse mediante su manifestación. Si evitamos esa manifestación estamos yendo en contra de la evolución.
Por más fronteras y defensas que pongamos nunca podremos estar seguros; por más que nos ocultemos, por más escudos anti-misiles que montemos mirando a tal o cual parte de nuestro maravilloso globo azul no estaremos sino engañándonos a nosotros mismos. Es dentro -siempre es dentro- donde hay que trabajar. Porque si lo de dentro está bien los de fuera no pueden vendernos una seguridad adquirida.
La única salida es ampliar horizontes, es sentir nuestra responsabilidad como seres humanos y acercarnos a la tolerancia, el respeto por la vida y la paz, ejercidas siempre desde la libertad. Sólo así lograremos nuestra parcela de seguridad. Y cuando no temamos perder lo alcanzado estaremos disfrutando de ello de una forma nunca imaginada.



María Pinar Merino

NOESITERAPIA

Creador de la Escuela de Noesiterapia o Curación por el Pensamiento
Ángel Escudero: treinta años operando sin anestesia

Los lectores que nos siguen desde el principio ya conocen al doctor Ángel Escudero con quien hemos hablado en varias ocasiones para dar a conocer su gran aportación al ámbito de la salud, la Noesiterapia, algo que –entre otras muchas cosas- permite dar a luz u operar quirúrgicamente a cualquier persona sin dolor alguno... a pesar de no estar anestesiadas químicamente. Pues bien, se cumplen ahora treinta años de su primera intervención quirúrgica sin anestesia y hemos entendido que es un momento excelente para que nos hiciera algunas reflexiones acerca de su experiencia vital y profesional en ese tiempo. Este es el texto que nos ha hecho llegar ante nuestra invitación:

“Los treinta últimos años han sido, sin duda, lo mejor de mi vida a todos los niveles. Adquirí una experiencia singular operando sin anestesia química, usando las mejores capacidades del ser humano y comprobando que ese maravilloso ordenador biológico que llamamos cerebro ha sido diseñado para ser programado de una manera absolutamente sencilla. Ese conocimiento, usado en todas las especialidades médicas y situaciones de la vida, produce unos resultados altamente positivos.
He sentido el placer de compartir mi experiencia con todo el que ha deseado acercarse a mí. Miles de profesionales de la Medicina y de personas interesadas en conocer mejor sus propios recursos pasaron –y siguen pasando- por mis cursos y seminarios aprendiendo a usar ese conocimiento en beneficio de sus pacientes o de ellos mismos.
Mi capacidad de asombro sigue intacta y los hechos me sorprenden gratamente a diario. Miles de pacientes y seguidores han logrado en este tiempo vencer al bisturí, aprender a parir de otra manera, aprender a vivir más felices... y hasta son conscientes de que son mejores como personas: aprendieron a amar.
Me sigue asombrando y llenando de esperanza ver cómo se ponen en marcha los mecanismos naturales de curación que hay dentro de cada ser humano. Porque el protagonista de toda curación es siempre el paciente.
He podido comprobar que en la puesta en marcha de prácticamente todas las enfermedades están los problemas humanos no resueltos o no superados, los sufrimientos que a lo largo de la vida se fueron grabando en el alma, especialmente los producidos a causa del desamor. Esa es la etiología primera sin la cual los virus, las bacterias y toda clase de microorganismos son inofensivos; y hasta dejan de producirse reacciones anormales ante determinadas sustancias; y disminuyen o cesan los procesos de autoagresión. Es más, he podido observar que el pronóstico de cualquier enfermedad puede cambiar y que, con frecuencia, los conceptos de progresivo e incurable se desvanecen. Y que aparecen nuevas esperanzas cuando esos problemas humanos se resuelven -o se asumen- y se pasa, como volando, por encima de ellos sin dejar que nos afecten.
He visto potenciarse de tal modo el estado inmunitario que no se ha producido entre mis pacientes ni un solo caso de infección postoperatoria tras miles de incisiones quirúrgicas: nunca ha hecho falta usar antibióticos. Y eso se debe a que los pacientes aprenden a vivir en lo que he llamado respuesta biológica positiva y que va acompañada de lo que, en términos médicos, se llama predominio vagal muscarínico, el cual corrige el desequilibrio vegetativo ocasionado por la estresante vida moderna y equilibra todas las funciones biológicas a nivel físico y psicológico: circulación, metabolismo, estado de ánimo, etc. Respuesta biológica positiva que se reconoce de una manera sencilla porque uno de los signos que la identifican es de fácil observación: la boca está húmeda, con saliva fluida, saliva vagal... Pues bien, ten la seguridad de que si logras vivir con esa calidad de saliva en tu boca todo va a ir mejor en tu vida. ¡Todo! Si los niños aprendieran esto en la escuela primaria todo les resultaría más fácil. Desde aprovechar su esfuerzo en los estudios hasta aprender a relacionarse con sus semejantes con más facilidad. Les resultaría más fácil cambiar el temor -como motivación de los actos humanos- por amor, única “medicina” capaz de curar, en su origen, todos los problemas de nuestra maltrecha civilización.
También comprendí que la medicina capaz de curar el cáncer está dentro del ser humano: se llama ilusión, ganas de luchar por la vida. Los pacientes se curan cuando recuperan las ganas de vivir y vuelve a funcionar el control interno, capaz de detectar y corregir el error que se produjo (por causas físicas, químicas o biológicas) en el ADN de alguna célula originando el gen cancerígeno.
Que al recuperar la ilusión se vive además en respuesta biológica positiva y se estimula el sistema inmunitario con lo que se facilita la labor de limpieza de los acúmulos de células anormales que pueda haber en cualquier lugar del cuerpo.
Sé también que las estructuras sociales tienden a mantenerse impermeables a todo cambio por miedo a perder o a sufrir con ellos. Lo entiendo perfectamente. Ese miedo irracional e inconsciente se grabó en el alma en el momento de nacer, sufriendo y perdiendo la protección que el útero materno nos ofrecía. He comprobado, sin embargo, que esos problemas no se dan de la misma manera en los “noesibabies”, como llamo a los niños que nacen con la protección de la analgesia psicológica que sus madres aprenden a conseguir –con una sola sesión de entrenamiento- para parir de la manera más natural posible.
Añadiré que recientemente he aceptado la invitación a formar parte del Comité Ejecutivo de un programa de la UNESCO: La Década de la Cultura de la Paz y No Violencia entre los Niños del Mundo. Y lo primero que he hecho ha sido proponer cambiar “No Violencia” por “AMOR” ya que negar el mal es seguir hablando de él. También he propuesto que las Naciones Unidas designen un día al año como EL DÍA MUNDIAL DE LAS NOTICIAS Y PENSAMIENTOS POSITIVOS. No basta con tratar de evitar la contaminación física de nuestro planeta -aire, agua, tierra, etc.. porque la peor de las contaminaciones es la psicológica y esa hay que empezar a combatirla aprendiendo lo que cada pensamiento significa para la vida al ser procesado por la computadora de nuestro cerebro.
La experiencia de estos treinta años, el resumen de mi vida profesional, mi humilde y, al mismo tiempo, valioso legado a la humanidad, cabe en un breve libro que tardé veintidós años en decidirme a publicar: Curación por el pensamiento-Noesiterapia. Cada año, en lugar de añadir algo, fui quitando y quitando cosas del mismo hasta dejar la esencia que, coincidiendo con el treinta aniversario de mi primera operación sin anestesia química, he incluido en un CD ROM con una treintena de breves pero demostrativos vídeos. Entre ellos el de una entrevista con el presidente de la 38 Asamblea de las Naciones Unidas del año 84 en la que puede constatarse que los problemas del mundo y las soluciones que necesita siguen siendo los mismos. ¿Nos daremos cuenta alguna vez de que esas soluciones existen y nos animaremos a ponerlas en práctica?

Dr. Ángel Escudero

martes, 3 de agosto de 2010

EL COLORIDO DE LA VIDA

El artículo que en esta ocasión nos ofrece el doctor Jorge Carvajal guarda claves que no están al alcance de quienes viven aún dormidos o semidormidos. Somos conscientes. Sin embargo, los lectores más despiertos podrán encontrar en él una sabiduría que trasciende el conocimiento médico habitual. Ojalá que su lectura permita la iluminación, siquiera parcial, de muchos de ellos.

Leemos. El contraste de los caracteres negros y la blancura de la página da comienzo a una danza de fotones entre las letras y el cerebro. Se iluminan claroscuros, formas y conceptos que buscan luces parecidas, dormidas en algún lugar del pensamiento. Óxido de titanio para que lo blanco sea blanco. Pigmentos negros para que se absorba toda la luz. Todo es, sin embargo, luz: el blanco, el negro, los ojos que los miran con sus mágicos pigmentos, los pensamientos y el cerebro.
Porque en el inmenso espectro de la radiación electromagnética, la banda de la visión se presenta sólo en esa ventana estrecha de la luz entre el rojo y el azul que apenas sí alcanza a formar la octava que se extiende aproximadamente entre los cuatrocientos y los ochocientos nanómetros. Es precisamente esa, la banda en que la luz puede interactuar con los electrones, lo que da a la materia su capacidad de relacionarse. Por debajo de la luz visible, a nivel de los infrarrojos, el efecto de la radiación electromagnética se expresa en un aumento del movimiento de átomos y moléculas que se evidencia en forma de calor; por encima, a nivel de la radiación ultravioleta de más alta frecuencia, el efecto sobre los átomos y moléculas es el de la ionización, con sus daños atómicos irreversibles. En el intervalo entre estas dos radiaciones, la térmica y la ionizante, se presenta el colorido, diálogo de la materia con la luz visible que tiene lugar por la activación de los mismos electrones de valencia que intervienen en las reacciones químicas; así, átomos con electrones inestables sensibles a la de luz de cierta frecuencia y energía emiten, en presencia de esa luz, una luz de cierta longitud de onda. Cada reacción química es, literalmente, un intercambio de luz.
Cuando después de viajar en el espacio durante millones de años la luz de una estrella llega a la retina, una cadena de reacciones revela en el cerebro, viva, la imagen de la estrella que, a lo mejor, ya se ha extinguido. Por la luz que las moléculas absorben y reflejan se ha llenado de colores toda la naturaleza. De no ser por la contaminación con átomos inestables muchas piedras preciosas serían incoloras; esos átomos dan una emisión característica al ser activados o excitados y retornar a su estado fundamental. Así, en los elementos metálicos de transición (como el hierro, el cromo y el cobre) y las tierras raras aparecen estados electrónicos excepcionales con capas internas que albergan electrones desapareados cuyos estados excitados se sitúan con frecuencia en el espectro visible y pueden producir una amplia gama de colores intensos.
Con destellos verdes y rojos, procedentes de unos cuantos átomos de cromo, el rubí y la esmeralda deslumbran nuestros ojos; el hierro es el agente de la luz violeta en la amatista; en las lámparas eléctricas se revelan amarillo, azul y rojo, los colores que reflejan los gases excitados del sodio, el mercurio y el neón. Los átomos de cobre permiten el colorido de la azurita, la turquesa y la malaquita.
Pintada de pigmentos minerales y vegetales, toda vida es una antena para almacenar y revelar la luz. Proteínas sensibles a los infrarrojos activan la germinación de la semillas. Carotenos que captan el azul guían el tallo hacia la luz; pigmentos flavonoides revelan en las flores sus múltiples colores; células espejo crean los iridiscentes reflejos en las alas de las mariposas. Cada célula es un plasma electrónico activado sensible a la luz. Órganos, tejidos y sistemas biológicos son caleidoscopios, olas en un océano de luz. Dos mil millones de melanocitos en cada ser humano sintetizan melanina para filtrar la banda de la fotones que puede iluminar el templo del cuerpo adentro.
Pero hay un pigmento sutil, esencial a todas las pinturas, una materia prima pura sensible a las luces visibles y a las más oscuras. Piel de toda piel. Luz de todos los colores, lux detrás del lumen de tonos y matices, y arquetipo de todas las matrices. Es el Alma Una.

La luz que en nuestra luz se mira

Cuando sobre las altas montañas nevadas brilló de nuevo el sol,
un ramo de olivo anunció el final de la tormenta diluviana.
El arco iris alumbró la nueva alianza
y en las tranquilas aguas
la luz se reflejó sobre las flores y las alas.
Con esa sinfonía de policromías infinitas se despertó la vida
y por las ventanas del arca saltaron todas las semillas.
Allí estaban aún vivas las rayas de las cebras y los tigres,
y, en los colores de sus plumas, las luminosas guacamayas
volvieron a atrapar los juegos pirotécnicos de las supernovas más lejanas.

El arco iris pintó con sus matices la materia:
los electrones, heridos por la luz,
encendieron la vida entre el rojo y el azul,
y los átomos ocuparon el corazón de los pigmentos.
En el corazón de la clorofila anidó el magnesio,
en el de la hemoglobina, el hierro;
cromóforos, flavonoides, carotenos,
ocuparon las semillas, los tallos y las flores
que en busca de la luz crecieron.

Los iridóforos, células espejo,
abundaron en peces y reptiles
para que la belleza y variedad del camuflaje
permitiera a la vida defenderse y, a la vez, ser parte del paisaje.
Con su tinta negra los cefalópodos oscurecieron la senda de los depredadores.
y la melanina se distribuyó en toda la escala de la vida
para llevar la luz al interior de cada cuerpo.

La luz se mira en sus reflejos. Luz fluida, luz cristalizada, luz inerte o viva,
todo es luz que en nuestra luz se mira
con sus infinitos ojos de electrones activados.
Puedes ahora encender la luz oscura que se esconde en la glucosa
y convertirla en un quantum de ternura.
Puedes alumbrar tu corazón para que en tus ojos brille el cielo.
Puedes dejar que el sol madure la cosecha de tu tiempo
y dejarte caer, como el fruto maduro que se cae por su propio peso
para ascender por la luz de tus semillas
al eterno fruto de la luz:
la vida.

JORGE CARVAJAL

AMAR EL TRAYECTO

Hay que amar el trayecto, no el destino. Tal es una de las recomendaciones que nos hacen prácticamente todas las escuelas de crecimiento personal como medio para lograr una vida más plena. Es decir, se trataría de concebir la vida como si fuera una colección de instantes irrepetibles que hay que vivir con toda intensidad, sin sentirnos defraudados ante expectativas no alcanzadas sino abiertos a lo que cada día nos depara. De ese modo estaríamos haciendo algo en lo que los niños pequeños son maestros: vivir el presente.
Ellos aún no tienen asumido nuestro concepto de tiempo lineal -pasado, presente y futuro- sino que toda su existencia se desarrolla en el ahora. No se sienten atrapados por los recuerdos y las experiencias del pasado y tampoco por lo que el futuro les pueda deparar. Eliminan así el miedo y la angustia que esas proyecciones producen en nuestra mente. Su actitud vital obedece a un poderosísimo impulso: aprender. Por eso absorben cada experiencia con toda intensidad.
Tener una consciencia sólo del momento presente les permite, además, tener una concepción global del mundo que les rodea. No lo ven fragmentado -como nos sucede a los adultos- sino que ellos se sienten parte integrante de un todo que reacciona y se mueve en la media que ellos actúan o participan.
A medida que crecemos, sin embargo, aprendemos los conceptos y valores de los adultos que nos rodean y uno de los primeros aprendizajes es proyectar lo que sabemos del pasado a nuestro momento presente, algo que nos da también un posicionamiento ante lo que será el futuro. Con este esquema de funcionamiento nos desenvolvemos en la vida, convencidos de que el pasado seguirá repitiéndose en el presente y que el futuro es imposible de cambiar.
Esta actitud crea un círculo vicioso difícil de romper pues, efectivamente, aquello que tenemos en la mente es lo que atraemos a nuestra vida. El pensamiento es tremendamente atractivo y poderoso y de ahí la recomendación de elegir cuidadosamente nuestros pensamientos para poder crear un futuro distinto. Y como resultado de los aprendizajes adquiridos, de las experiencias acumuladas, de las creencias asumidas, de las ideas que nos forjamos sobre lo que vivimos se van conformando en nuestra personalidad una serie de velos que distorsionan nuestra realidad. Podríamos decir que son los “filtros” o esquemas mentales a través de los cuales vemos el mundo, una especie de cristales coloreados que nos hacen ver una realidad “muy personal”. Pues bien, existen muchos y variados ejercicios que nos invitan a deshacernos de lo viejo, a desprendernos de creencias del pasado, a desechar los pesos muertos que arrastramos desde siempre. Y practicar cualquiera de ellos produce un efecto liberador.
Es decir, en nuestro proceso evolutivo debemos aprender a eliminar los velos que distorsionan nuestra realidad. Y tan importante como soltarlos es saber el momento adecuado para hacerlo. Porque si no lo hacemos así esos velos se oscurecerán cada vez un poco más.
Para ello hay que observar el entorno sin juzgar y dejar fluir nuestro Ser Interno que nos dirá cuándo es el momento adecuado. Me vienen a ese respecto a la memoria las palabras de un maestro a su discípulo en un antiguo texto enmarcado dentro de la filosofía perenne: “Encontrarás la paz interior cuando tengas luz suficiente en ti, cuando el velo desprendido no caiga sobre otro, cuando seas capaz de sentir que la hierba del camino sufre al ser pisada, cuando tengas claro que el futuro no está cargado de más cosas que las que hayas sembrado. Suelta tus velos cuando sepas que sirven a otros, cuando no desees más sombras y cuando sepas mirar al amor sin pensar que es un freno en lugar de un acelerador”.
Y uno de los caminos para acercarse a ese estado de consciencia y plenitud que todos ansiamos es, sencillamente, mantener la idea de que "este instante es el único tiempo que existe". Porque se trata, sin duda, del pensamiento más transformador de cuantos pueden cruzar nuestra mente.
Sabemos que todo lo que hacemos está impregnado por la energía con que lo hacemos, por la intención que guía nuestros pasos. Bueno, pues si incorporamos ese lema a nuestra vida cotidiana estaremos acercándonos un poco a esa inocencia infantil, a esa falta de condicionamientos y apegos que ahora nos sofocan. Estaríamos, en definitiva, acercándonos un paso más hacia la libertad personal.
Claro que para ello hemos de recuperar nuestra vida. Así, como suena. Y tal vez eso nos parezca muy difícil pero cuando se busca algo hay que ponerse metas bien elevadas para garantizarnos que llegaremos lo más arriba posible. Además, recuperar la vida no es tan difícil y tiene mucha relación con el tema del principio: el tiempo. Hay que recuperar nuestro tiempo de tal manera que dejemos de ser sus esclavos y lo transformemos en una herramienta a nuestro servicio. Porque la vida no tiene tanto que ver con esas vertiginosas carreras en las que nos empeñamos para alcanzar altas cotas profesionales o suculentos ingresos, o casas, o coches cada vez mejores, o poder, o reconocimiento... ¿Dónde quedarían todas esas prioridades ante una enfermedad o un accidente que nos impidiera seguir luchado por ellas?
La vida tiene más que ver con tener tiempo para valorar las cosas pequeñas o grandes que se van cruzando en nuestro camino, con saber apreciar todo lo bueno que nos sucede y saber comprender los momentos difíciles cuando las circunstancias parecen estar en contra... Tiene que ver con disfrutar de la brisa del mar, de la sensación de la arena mojada bajo los pies, del olor inconfundible del salitre... Tiene que ver con detenerse para disfrutar de la sonrisa de un niño, con la caricia de quien te ama, con el apoyo del amigo que te acompaña siempre aunque esté lejos... Tiene que ver con perderse mirando las nubes del cielo, con escuchar el sonido de las hojas de los chopos cuando celebran la llegada del viento, con mirar la inmensidad del cielo en una noche estrellada... Tiene que ver con apreciar la luz de la luna llena, con escuchar el silencio de una pradera solitaria, con seguir el vuelo perfecto de un halcón... Tiene que ver con la sensación de tu piel cuando te sumerges en las aguas del río, con el olor inconfundible del bosque por la mañana, con apreciar la incesante actividad de un hormiguero... Tiene que ver con sentarte a disfrutar de un rato de música, con entregarte con pasión a la lectura de ese libro que siempre te espera, con cerrar los ojos y descubrir el universo interior que se expande y se expande a medida que tú sigues aprendiendo... Tiene que ver con saberte dueño de tus decisiones, con definir tu escala de valores siguiendo los impulsos que brotan del interior, con escuchar tus necesidades espirituales para tratar de hacerlas realidad en tu mundo exterior... Tiene que ver con el amor y el contacto con los demás, con demostrar afecto a los que están a tu lado, con tener proyectos de futuro en los que implicarte para seguir luchando para que tu vida y la de los demás sea un poco mejor... Tiene que ver con aprovechar la oportunidad de ser generoso, con estar dispuesto a recibir ayuda, con no olvidar que nos gratifica más amar que ser amados... La vida es sentirse vivo y esos son sólo algunos ejemplos que nos lo patentizan.
Sin embargo, la vorágine en la que nos movemos, en unos casos, o la rutina diaria, en otros, hace que no tengamos tiempo para estar presentes en cada momento.
Esas “pequeñeces” las dejamos para las vacaciones o para cuando "tengamos tiempo" como si fuera un premio extra que nos concedemos olvidando que cada minuto que pasa es irrepetible, que tanto si es importante como si no es algo que nunca más volverá y que cada paisaje que atravesamos no podremos verlo jamás con los mismos ojos que ahora.
Así pues, amigos, si sabemos que la vida es corta y que es lo único que tenemos... es importante vivirla con pasión, sin desperdiciar ni un solo día, ni siquiera un minuto. Y no se trata de hacer cambios trascendentales sino de ir incorporando a nuestra vida esas pequeñas experiencias, dejando espacio y tiempo libre para disfrutar de lo que nos llega para poder "mirar las vistas". Estoy segura, como dice Anna Quindlen en su libro Pequeña guía para ser feliz, que si lo hacemos, si miramos las vistas, lo que veremos nunca nos defraudará.



María Pinar Merino

¡DEJEMOS A LOS NIÑOS EN PAZ!

Un estudio elaborado por un equipo dirigido por la doctora Julie Magno Zito -de la Universidad de Maryland (Estados Unidos)- confirma la tendencia cada vez mayor de los pediatras y de los psiquiatras infantiles a recurrir al uso de potentes medicamentos psicoactivos para tratar la depresión, la hiperactividad, la ansiedad, la anorexia, la bulimia y otros tipos de comportamientos compulsivos que afectan a los niños a edades cada vez más tempranas.
Concretamente, el número de niños que en Estados Unidos toma medicamentos psiquiátricos se ha triplicado en diez años. La cifra de niños norteamericanos que ingiere regularmente antidepresivos o estimulantes es ya del 6%. Un porcentaje que no es muy superior al que sufren los restantes países del primer mundo.
Naturalmente, el aumento de psicofármacos se justifica con el hecho de que ahora se diagnostican mejor las enfermedades mentales. O sea, que antes los niños también estaban hechos un asco pero los médicos no lo sabían. Si bien es cierto que otros medios médicos -como el Archives of Pediatrics and Adolescent Medicine, que elabora estadísticas regulares- consideran que hay también una excesiva presión por parte de la industria farmacéutica y de las compañías de seguros médicos.
Supongo que médicos e industria farmacéutica han llegado a la conclusión obvia de que la vida es, por sí misma, una enfermedad mortal. Razón por la que todo cuanto hagamos o nos ocurra -ya desde niños- deberá ser calificado con un nombre de enfermedad que, a su vez, deberá contar con su correspondiente fármaco.
Esto en el primer mundo, donde -en mayor o menor medida- nuestro bolsillo o la Seguridad Social pueden pagar tantos fármacos para tantas enfermedades. Porque en el tercer y cuarto mundo, donde no hay monedas en los bolsillos ni en las arcas estatales, los niños no enferman: simplemente mueren de hambre. Y si se empeñan en decir que están enfermos, por aquello de que quieren parecerse a los del primer mundo, entonces se les niega el acceso a medicamentos genéricos baratos. ¿Para qué querrán estar enfermos los ciudadanos de los países pobres si no pueden pagarse los medicamentos?
Y digo yo, en lugar de crear enfermedades donde en muchos casos no las hay, ¿no sería mejor buscar las razones que son causa de nuestro malestar?
Es posible que yo esté condicionado por la terapia que he generado -Anatheóresis- que busca solucionar nuestro sufrimiento buceando hasta encontrar las raíces del mismo, no limitándose la terapia a resolver lo que sólo es somatización, a lo que es sólo su expresión orgánica: mental o física. Porque las raíces de nuestros daños están a la vista. Son las de nuestra cultura, una cultura que nos segrega del entorno, de nuestros semejantes, que por agredir a la Naturaleza nos agrede a nosotros, que somos Naturaleza.
Observen a nuestros hijos. Ahí están por la mañana, temprano, en la calle, con frío o calor, adormilados, pegados a la pared de una casa cercana a la parada del autobús que esperan, con su maletón de libros que cuelga de su débil espalda, sin juegos, camino de esa cárcel que suele ser el colegio. Y este tormento empieza a una edad ya temprana. Un tormento que sigue en casa, donde no hay espacio para que un niño juegue, donde se le somete a las tensiones de tener que ser el más inteligente del lugar, al que se le exige que esté quieto y al que se le premia, por bueno y educado, si se pega al televisor o a la consola de juegos. Y ahí sigue, calladito, hora tras hora. En definitiva, el estrés anida -especialmente en las ciudades- en el cuerpo de todo niño de nuestro primer mundo.
Yo recuerdo mi niñez, una niñez de guerra, sin comida... pero sin colegio y en plena libertad. Mis juegos eran los fusiles y las granadas, mi música las sirenas que advertían de un bombardeo. En definitiva, mi niñez fue la de esos “salvajes” a los que, ya adulto, encontré en la Amazonía. Y, como ellos, yo no sufría estrés, ni depresión, ni ansiedad, ni... Sólo hambre. Mi vida era un constante juego. Viví como un salvaje, con el peligro y la sabiduría que da la libertad. Cuando a mí, al terminar la Guerra Civil, me encerraron mis padres en esa cárcel que era un colegio de religiosos tenía ya once años. A esa edad empecé casi a aprender, a leer y a juntar letras en un cuaderno. Y aquí estoy, sin ser más subnormal que la mayoría de mis coetáneos. Además fui un niño feliz. Lo fui hasta que esos religiosos represores se hicieron cargo de mí.
Por favor, ¡dejemos a los niños en paz! Y a los adultos también. Porque ahora, siendo como somos los humanos simples animales lúdicos, nuestra cultura no nos deja jugar. Que nosotros, los del primer mundo, los que creemos tenerlo todo y sólo tenemos malestar, nosotros, los que hemos inventado enfermedades y fármacos que justifiquen nuestra cobardía, nuestra incapacidad para enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestra patológica forma de vida, a una forma de vida que confunde salud con seguridad y vivir con malvivir... hemos matado al niño lúdico que llevamos dentro. Y aquí estamos, huérfanos de niñez.
Y lo malo es que nuestra cultura de poder, de acumulación de bienes, es un virus que ha adquirido valores pandémicos. Es una enfermedad que, por un lado, se nutre de la vida de esos otros mundos llamados de tercer o cuarto orden, y, por otro, provocamos en esos otros mundos pobres el deseo de contagiarse y de ser como nosotros, los de un mundo de niñez enferma.
Nuestra cultura es sólo una huida del sufrimiento. Y en esa huida nos hemos ido tan lejos de nosotros mismos que nuestro yo vive en la más íntima soledad. Y nos hemos ido tan lejos de nuestros semejantes que estos son ya poco más que simples imágenes en una pantalla. Y ese es el alimento cultural que estamos dando a nuestros hijos, a nuestros pobres niños que viven saciados de lo que no llena y faltos de lo que podría hacerles felices.



Joaquín Grau

domingo, 1 de agosto de 2010

EL LENGUAJE DE LA NATURALEZA

Alfonso Díaz Granados no era el nombre de ningún noble español. Fue, durante muchos años, el curandero de los indígenas cunas en la región de Arquía, situada en ese corazón planetario conocido como tapón del Darién, al sur del canal de Panamá. Promediaba el decenio de los setenta cuando llegué, como médico rural, a esa región selvática donde convivía una extraordinaria amalgama de razas y culturas: indígenas, avanzadas de la colonización blanca y mestiza y grupos de negros ribereños. (1)
Al contrario de lo que pudiera pensarse, había una convivencia armónica entre los diferentes grupos étnicos. Los blancos consultaban a los curanderos negros e indígenas. Negros e indígenas consultaban al boticario blanco. Un inmigrante puertorriqueño practicaba la santería; un mestizo tenía como especialidad el tratamiento de la mordedura de serpientes y era consultado por todos con mucha frecuencia. No era un comienzo muy halagador para un médico recién egresado de la facultad.
En el puesto de salud -una pequeña choza con una camilla metálica oxidada-, dos practicantes empíricas de enfermería atendían ocasionalmente un parto. Recuerdo que durante los primeros días un barremontes -que así se llama el desbordamiento del río y la consiguiente inundación de todo el villorrio- se llevó la única banquita que en el corredor amoblaba una improvisada sala de espera; y después siguió una invasión de serpientes que podíamos encontrar en los lugares más inverosímiles.
Todo era desbordante allí. La belleza de la selva, el río, la pesca, el agua, la lluvia inclemente. La Vía Láctea era un río desbocado de estrellas en el cielo más intenso que jamás vi. Todo estaba tan lejos de todo, era tan lento el gran río en su fluir al mar, tan impredecible el tiempo, que el tiempo mismo adquirió allí otra dimensión. No había prisa. No había pausa. Todo fluía y penetraba hasta empapar la vida, como el agua. Un año siguió a otro año; y a otro, otro. En ese tiempo lento y profundo del Chocó, el espacio más acogedor era la hamaca en casa del indio Alfonso. Era un hombre sin edad; no sabría decir si estaba en los 50 o en los 80. Había en él ese silencio misterioso del sabio. No eran sus palabras; era su silencio casi reverente, la expresión de sus pequeños ojos repletos de interrogantes, lo que me hacía sentir una especial curiosidad hacia este último auténtico heredero de la tradición cuna. Nunca hablaba sin que se le preguntara pero sus respuestas estaban siempre precedidas de un silencio prolongado. A veces uno pensaba que no había escuchado cuando, de repente, caía su respuesta como agua fresca. Fuimos juntos a la selva; recolectamos bejucos y raíces. Hablamos de su historia, de sus mitos, de sus creencias; de lo que un día pudieron llamarse sus sueños.
Desde su ejemplo vivo, desde sus actitudes, comprendí que para Alfonso todo tenía vida: un árbol, una piedra, el camino, el río. Cada cosa tenía un espíritu. Todo tenía una esencia intangible, una mirada propia, un lugar inteligente en el concierto de las cosas; y era esa carga de las cosas lo que les permitía ayudar a curar. En el diálogo del universo, cada ser, cada silencio, ocupaba su lugar y su tiempo. La vida era la expresión de un río de conciencia; una continuidad de palabras y de pausas formaba el lenguaje de la naturaleza. Palabra la piedra, palabra el árbol, palabra sagrada el sol. En ese idioma de la convivencia entre los seres había un tiempo para cada diálogo. Un tiempo para que don Alfonso conversara en silencio desde la vida con la raíz que luego daría a sus pacientes para eliminar las lombrices -y esa raíz, arrancada cuidadosamente, como si quisiera evitar que algo se escapara de su forma- tenía un parecido increíble con el Ascaris lumbricoides, un conocido parásito intestinal.
Era un ritual silencioso, una verdadera comunicación con la inteligencia oculta en la planta; y luego, con la misma paciente sapiencia del recolectar, nacía el alquimista.
El sol, la luna, el sereno, la lenta decocción, las palabras sagradas pronunciadas con fervorosa devoción. Detrás de cada procedimiento se adivinaba una fuerza interior, una firme creencia, una actitud reverente. Allí empecé a conocer el profundo significado del ritual. Porque la vida de Alfonso era un ritual. Él no trabajaba; más bien laboraba, literalmente. Cada acto cotidiano era una oración, un diálogo con la vida escondida en cada cosa. Era la pausa, el ritmo, el tam-tam ancestral de su corazón.
Un ritual es un ritmo. Es como una danza. Luego lo comprendí mejor en sus hermosas danzas, durante las celebraciones que descubren a la tribu la transformación de una niña en una nueva mujer. Allí, como en un río humano, fluíamos todos, unos detrás de otros, en un ritmo aparentemente monótono pero que, al cabo de cierto tiempo, genera esa paz interior que proviene de un genuino sentimiento de unidad. Uno no es uno; es el de adelante y el de atrás; el flujo de una serpiente que se desliza sin esfuerzo sobre la tierra virgen. Nunca antes había experimentado ese sentimiento de fluidez que da el sentirse parte de un organismo mayor. Al cabo de una hora de danza ritual se siente desaparecer la propia identidad Y cuando esa conciencia de ser y estar separado desaparece, no hay fatiga. Alguien, infinitamente más resistente que uno, baila dentro de uno.
Parecía un absurdo, a los ojos de un médico entrenado con todos los principios occidentales, la febril actividad desencadenada en la tribu para la celebración. Los cazadores iban por la carne al monte, las mujeres desgranaban las mazorcas de maíz y preparaban la chicha. Todos alistaban sus mejores trajes, collares y pinturas rituales. Era una fiesta de la vida. Una nueva mujer nacía; como si toda la Tierra renaciera con ella. Una ofrenda al milagro de la fertilidad, una preparación de la tierra húmeda para la gestación de la vida.
Y así, al igual que la vida, en ese ombligo del mundo ecuatorial también la muerte tenía otro significado. Era un viaje, un auténtico viaje, con provisiones y comidas incluidas. La muerte en Arquía es la continuidad de la vida. No hay funerales, sólo una cordial despedida que encierra la certeza de volverse a encontrar. Al comienzo no lo podía comprender y me decía: ¿Cómo es posible semejante indolencia? Suponía una especie de resignación ancestral o de masoquismo étnico derivado de siglos de dolor. Pero no se adivinaba dolor escondido; simplemente la vida seguía su ritmo: la madre se ocupaba del resto de la familia, el padre trabajaba igual, los pequeños continuaban jugando en el río. Una nueva verdad comenzó a arañar mi corazón. Eso que llamamos la muerte no es distinto de la vida. Hay algo esencial que las une y las hace parte del mismo propósito. La vida es el río, pensé, la muerte es el mar... Tal vez todo en el universo sea como agua viva que viene y que va. Y el agua es el lenguaje; la gota, la palabra. Palabras de rocío, de lluvia, de hielo, de piedra, de árbol, palabras humanas, oraciones... Un cúmulo de ideas atropelladas sacudía mi ya resquebrajada visión del mundo.

LAS PIEDRAS AYUDAN A NACER

Un día, en uno de esos felices fines de semana que pasé en Arquía, llegó el acontecimiento que daría definitivamente otro rumbo a mi vida. Hoy podría asegurar que algo en mí lo esperaba pues hasta ese día no comprendí bien la extraña fascinación que ese universo mágico ejercía sobre la estructura de un sólido pensamiento científico, forjado pacientemente en los años de universidad. En Arquía, al igual que en otros pueblos indígenas del mundo, el nacimiento de un niño es un suceso íntimo y silencioso. La mujer sola, en cuclillas, da a luz a su hijo, lo lava con agua del río y regresa a casa. Parto y alumbramiento siguen el mismo curso de la naturaleza. Rara vez escuché hablar de complicaciones durante el proceso. Sin embargo, ese día temprano asistí a una excepción. Llegó a la casa de don Alfonso una mujer extenuada por un trabajo de parto que había comenzado desde la tarde anterior. Al examinarla, pude constatar que los latidos del corazón del feto eran peligrosamente lentos y el estado de las contracciones no permitía pensar siquiera en la posibilidad de un parto natural. Sugerí improvisar una cesárea con los escasos recursos de urgencia que siempre me acompañaban.
Ya en otra ocasión, en condiciones críticas parecidas, había procedido exitosamente para salvar la vida del niño de un colono. Recuerdo que coloqué una ampolla de anestesia local en el canal raquídeo y en el primer intento, a pesar de la penumbra, pude llegar al líquido cefalorraquídeo. Mientras una improvisada ayudante comprimía con sábanas sucias la zona de la incisión yo procedía a las maniobras de resucitación de un hermoso varoncito que estaba casi muerto. Gracias a no sé qué fuerza prodigiosa, muy pronto madre e hijo estaban en perfectas condiciones. En muchas ocasiones después, cuando fui testigo de complicaciones quirúrgicas y posquirúrgicas terribles, en ambientes rodeados de todos los adelantos técnicos, volví a evocar esas cirugías de emergencia en el Chocó y su prodigiosa evolución. Desde entonces puedo estar seguro de que una energía superior nos acompaña en los momentos más críticos.
Estaba decidido ahora a proceder de igual manera para salvar la vida de ese niño aun conociendo los riesgos que tal decisión implicaba para su madre. Así se lo expliqué también a don Alfonso, quien me miró con esa mirada transparente, imperturbable y una sonrisa que en ese momento consideré casi cínica.
-El problema -me explicó- es que al niño le falta peso.
Algo se revolvió dentro de mí. Me rebelé interiormente contra tal barbaridad. No pude por menos de enmudecer en un sentimiento de impotencia. Era una impotencia ante los hechos, agravada por la no disimulada omnipotencia de mis conocimientos médicos. Yo pensaba lo contrario: que el problema era la desproporción entre el tamaño del feto y la pelvis de la madre. Aunque no traté de explicárselo en voz alta, desde mis adentros gritaba: ¡si algo tiene en exceso este niño es peso! Mi saber no me había permitido comprender. Le escuché desde mi razón... pero mi corazón estaba helado. Después me di cuenta de que el orgullo frente al maestro y amigo me había obnubilado. Supe que no tenía mi mente abierta, que seguía viendo el mundo con los anteojos oscuros de la memoria con la que me había programado durante los años de universidad. Reflexionando luego sobre el curso de los acontecimientos pude advertir, desde la vida, la diferencia entre escuchar y oír. Había oído a don Alfonso pero no lo había escuchado.
En la cultura indígena, el verde es más que verde: es una gama infinita de colores. Una palabra siempre es una esencia. La palabra es un árbol de muchos frutos y la palabra peso, en el pensamiento de don Alfonso, tenía una connotación mucho más amplia de lo que yo jamás hubiera imaginado.
Él tomó unas piedras redondas y pequeñas, las sumergió en agua -que creo era simplemente agua del río-, las agitó muchas veces vigorosamente, con la misma reverencial actitud con que preparaba sus medicamentos, y luego empezó a suministrarle este líquido a la madre, en pequeñas y frecuentes dosis. Nunca vi un efecto tan certero. Él le dio peso, aumentó la fuerza de la gravedad y le transmitió una información a través del agua. El niño nació una hora después -menos grande de lo que había pensado- y aunque estaba un poco deprimido por el sufrimiento de muchas horas en el canal del parto, al cabo de treinta minutos respiraba, lloraba y pataleaba normalmente.
Se derritió toda la capa de hielo que pesaba sobre mi corazón. Mis ojos se encharcaron, rodaron lágrimas a mares, lágrimas silenciosas de alegría. Nunca viví tal sentimiento de paternidad y, por qué no decirlo, también de maternidad, como cuando acuné en mis brazos a ese pequeño milagro de carne y hueso. Por primera vez en la vida sentí lo que es la desnudez. La verdadera desnudez que nos hace humildes y grandes a la vez. Es una desnudez que va más allá de cualquier sentimiento como la vergüenza. Cuando cayó la hoja de parra de mi orgullo supe que uno es lo que es, y nada más. Aunque tengamos mil máscaras encima y nos digamos muchas mentiras no podemos ser ni más ni menos de lo que somos. Intuí en ese tiempo, vagamente, lo que es la transparencia. Comprendí también, desde el corazón, que hay una sabiduría que trasciende todo conocimiento. Es la sabiduría viva de quien sirve amorosamente; es el conocimiento que se ha encarnado en el corazón. Muchos años después, cuando meditaba sobre un aforismo de la sabiduría antigua que literalmente dice “Un hombre es lo que piensa en su corazón” comprendí que don Alfonso era un ejemplo vivo de esta enseñanza. En él no había ninguna discusión, ninguna afirmación; sólo hechos pausados y silencio humilde. Obras. No reivindicaba sus razones. Don Alfonso no tenía razones, no disfrazaba los hechos de argumentos.
Como un árbol maduro, dejaba caer sus frutos y semillas a la demanda del viento y de la tierra. Un verdadero servidor. Con él aprendí que el que sirve olvida el trabajo realizado y renuncia a la recompensa. Para Alfonso Díaz Granados no existía el pequeño ego que aprisiona la vida en el compartimiento de un nombre. Él era todos los nombres de los que acudían a solicitar su ayuda. Él era todos ellos, un yo transpersonal. Un ciudadano planetario, indio cuna con nombre de español. Todos sus espíritus llevaban nombres de santos cristianos; sus tótemes tallados en madera vestían de frac y a la europea. Todo se adaptaba en su cultura a cada nueva cultura; fluía en él la misma corriente de una religión universal. En su lenguaje vital, el hombre no sólo era una parte del universo: el hombre era el universo.
La convivencia con don Alfonso me enseñó a leer en el libro de la vida. A leer en la enciclopedia viva reflejada en los ojos del que sufre, a decodificar el sentido oculto de las palabras, a buscar los seres tras las apariencias. A sentir desde el silencio que cada ser, la esposa, los hijos, el conductor, el cielo que miramos y la tierra que inconscientemente pisamos, son todos una prolongación de nosotros mismos.

Nota: este artículo pertenece al primer capítulo del libro de Jorge Carvajal “Por los caminos de la Bioenergética” (Editorial Luciérnaga).

(1) Todos los acontecimientos narrados son casos reales sucedidos al autor. La mayoría se desarrollan en la región selvática del departamento de Chocó, en la costa pacífica colombiana.

EL DUELO POR LA PÉRDIDA

No estamos acostumbrados a aceptar el dolor. Nadie nos ha enseñado. Es más, en nuestra cultura occidental y progresista se coartan las manifestaciones de dolor: está mal visto. En una sociedad dónde el éxito, el brillo personal o profesional, las metas y los logros alcanzados son mostrados como exponente de la valía de una persona resulta muy difícil admitir que a todo proceso de pérdida -sea de un ser querido, de una situación, de una circunstancia, de un estatus o de un objeto- le sigue un proceso más o menos largo de adaptación a la nueva situación.
La forma que tenemos en Occidente de controlar las emociones es sencillamente negarlas, ignorarlas, seguir nuestra vida como si no pasara nada, como si no existieran. Sin embargo, esa actitud es una fuente de desequilibrios psicológicos y emocionales que hará que nuestro cuerpo reaccione -con el tiempo- provocando somatizaciones que probablemente desemboquen en enfermedades de todo tipo. Veamos cómo es el proceso.
Cada situación que vivimos, especialmente si trae consigo una carga emocional, provoca en nuestro organismo un torrente de reacciones químicas de tal manera que nuestras glándulas –obedeciendo las órdenes del cerebro- segrega gran cantidad de hormonas que permitan al organismo liberarse de esa emoción, sea del signo que sea.
Cuando se trata de algo que nos produce alegría, felicidad, normalmente no tenemos problema para expresarlo dando así salida a esa energía extra que hemos acumulado en el cuerpo. Y cuando la expresamos el cuerpo se libera, se limpia y deja espacio libre para poder repetir el proceso cuando llegue la ocasión.
Pero, ¿qué sucede cuando se trata de algo doloroso? Cómo reaccionamos ante algo que nos da miedo? ¿Qué hacemos cuando nos sentimos avergonzados por sentir algo que nos parece que no está “bien visto”? Pues, sencillamente, que coartamos la manifestación de esa emoción, la negamos y seguimos actuando como si nada hubiera pasado.
Y claro, cuando vuelve a aparecer otro episodio del mismo signo nuestro cuerpo sigue recibiendo su carga química correspondiente para poder resolver la situación y esa nueva dosis se acumula a la que ya teníamos almacenada.
Eso sucede con el estrés pero también con la tristeza, con la nostalgia, con el miedo y con cualquier otra expresión de nuestra personalidad a la que no proporcionamos una salida fácil.
Y llega un momento en que la reacción ante cualquier hecho puede llegar a ser tan desorbitada que nos sorprendemos cuando vemos en otros o en nosotros mismos tal desproporción entre la respuesta y el estímulo que la produjo. Simplemente estamos dando salida a esa carga química que cuando llega a su nivel de saturación en el cuerpo busca la manera de salir como sea, arrasando cuanto encuentra a su paso.
Una de las mayores dificultades con la que nos encontramos es precisamente la expresión de dolor por la pérdida, sea ésta del tipo que sea (física, económica o social). Aunque la situación más grave es cuando nos enfrentamos a la muerte de un ser querido. También es algo que se produce cuando nos encontramos con una situación de ruptura ya sea de pareja, afectiva, laboral o de cualquier otro tipo. Pues bien, el nivel de tolerancia a la frustración y la forma en que hayamos resuelto en la vida las pequeñas pérdidas a las que nos hemos enfrentado serán determinantes a la hora de resolver situaciones más graves.
Socialmente, la expresión del sufrimiento está mal vista. Se nos exige superar cuanto antes las crisis y volver a “la normalidad”. No obstante, nos olvidamos de que la tristeza, la nostalgia o el dolor son reacciones absolutamente normales y necesitan su tiempo y espacio para ser expresadas.
Si les damos la espalda y nos refugiamos en taparlas con nuevas adquisiciones o experiencias que sustituyan a lo que hemos perdido estaremos engañándonos a nosotros mismos.
El mundo exterior apoya constantemente este comportamiento evasivo pero aunque nos resulte difícil incorporar la palabra “duelo” en nuestra vida hoy es más necesario que nunca porque la vida, con sus constantes cambios, nos coloca muy a menudo en situaciones de pérdida. Bien es verdad que no todas tienen el mismo significado ni la misma profundidad pero sí que es importante familiarizarse con esos sentimientos y, sobre todo, estar preparado para afrontarlas cuando se presenten.
Consejos del tipo “No estés triste”, “Tienes que distraerte más”, “Olvídate de lo que no puedes cambiar”, “Mira hacia delante”, “No pienses más en eso”, “Hay que ser fuerte”, “No llores delante de los demás, que no te vean así” o “Piensa en los demás” lo único que hacen es negar a la persona la oportunidad de expresar sus sentimientos obligándola a comportarse de acuerdo con determinados criterios sociales o del ambiente donde vive.
No hay por qué temer la expresión de un sentimiento de dolor. Ni hay por qué aconsejar al otro lo que tiene que hacer. Nadie puede saber cómo se siente una persona ya que cada uno de nosotros vive los acontecimientos de forma absolutamente única y personal. No debemos recurrir a expresiones como “el tiempo lo cura todo” o apremiar al otro a que se dé prisa en resolver su dolor.
Tampoco podemos resolver la situación sustituyendo lo que hemos perdido por algo nuevo. Cuando a un niño que ha perdido su mascota le regalamos de inmediato otra le estamos negando la posibilidad de expresar sus sentimientos, reconocerlos, crecer y madurar. Le estamos negando un aprendizaje que le será imprescindible para su vida.
Si ante un aborto o la pérdida de un hijo pequeño corremos desesperadamente en busca de otro embarazo estaremos eludiendo el proceso doloroso y probablemente ese niño que nazca estará sobreprotegido y sometido a presiones familiares que de otro modo no hubiera sufrido.
Cuando la ruptura con una pareja nos hace incorporar de inmediato a nuestra vida a otra persona estaremos proyectando en esa nueva relación angustias, expectativas y dependencias no resueltas de los anteriores lazos.
Cuando recurrimos a sedantes y barbitúricos que nos “ayuden” a no ser conscientes del proceso que estamos atravesando estamos impidiendo que se activen los resortes internos que tenemos los seres humanos para salir de cualquier situación.
En definitiva, cuando intentamos tapar la pérdida y distraer nuestra atención de ese proceso nos estamos negando una maravillosa oportunidad de crecimiento.
Cuando perdemos algo o a alguien hay una parte de nosotros que también se va con ellos y es preciso recuperarnos de la pérdida volviendo a encontrarnos con esas partes perdidas, recuperándolas; y para ello el duelo es un tiempo muy necesario. Es la forma de reajustar nuestra vida a la nueva situación.
Si realizamos todo el proceso seguramente atravesaremos zonas de nuestro territorio interior poco transitadas, sentimientos difíciles de identificar, emociones que nos producirán dolor. Sin embargo, no podemos olvidar que en el recorrido habrá etapas más o menos agudas hasta que por fin desemboquemos en la resolución de la crisis.
En los primeros momentos se producirá un shock, un estado de aturdimiento, de dolor agudo, tal vez de insensibilidad, de negación o de incredulidad ante lo que la persona está viviendo.
Después hay realmente una toma de conciencia de la pérdida. A continuación surgen las emociones y los bloqueos, la rabia, la ira, la sensación de injusticia, el resentimiento.
En la siguiente fase la persona puede sentirse aislada, buscar la soledad, sumirse en la depresión o la tristeza, dejarse ganar por el miedo y la angustia.
Más adelante surge un proceso de autoanálisis en el que con frecuencia aparece la culpa, los autorreproches.
Y, finalmente, llegamos a un proceso de cicatrización de las heridas abiertas. En esta fase la persona aprender a confiar en sus propios recursos para salir adelante. Se produce la aceptación tanto de forma intelectual como emocional de la pérdida. Se reconcilia con el pasado y es capaz de recordarlo sin rencor y sin conflicto con lo cual está preparada para mirar al futuro y afrontar nuevas actividades y responsabilidades.
En resumen, se trataría de:

Aceptar la pérdida.
Expresar emociones y sentimientos.
Aprender a vivir sin lo que hemos perdido.
Recuperar el interés por la vida soltando el dolor y el pasado y recordando que la vida está llena de maravillosas posibilidades que nos esperan.
Dicen los psicólogos que el ser humano tiene dos mecanismos para avanzar: acercarse a lo que le proporciona placer y alejarse de lo que le causa dolor. Y es bien cierto pero también lo es que si no completamos el proceso del duelo por la pérdida habremos dejado etapas por cubrir, etapas fundamentales para conocernos mejor, para superar nuestros retos, nuestras dificultades, para descubrir los recursos internos que todo ser tiene, para conectar con la fuerza interior que nos permita sentirnos libres en cualquier circunstancia.



María Pinar Merino