Observen a un niño de poca edad jugando. A un niño-niño, o sea, a ese enano juguetón incapaz todavía de utilizar el hemisferio cerebral razonador. Obsérvele, por ejemplo, con la tapa de una simple caja de cartón. Y comprobarán que el niño ve. No apresa mentalmente el objeto. Esa tapa puede ser para el niño: un sombrero –se lo lleva a la cabeza y pasea con ella puesta-, una carretilla –que el niño empuja o arrastra tras, casi siempre, haber cargado en su interior alguno de los objetos que tiene a mano-, algo que golpear o con qué golpear a fin de sentirlo al tiempo que se siente a sí mismo-, un…¡yo que sé las mil cosas con las que la creatividad del cerebro emocional de un niño puede identificar la simple tapa de una caja de cartón! Aunque sí sé que, finalmente, la arrojará fuera de sí porque, por un lado, así sondea ya un mundo exterior que en gran medida le es todavía ajeno y, por otro, en absoluto necesita apropiarse de algo. Sus incipientes ondas eléctricas cerebrales razonadoras todavía no le han hecho vulnerable. La apropiación de un objeto a él no le aporta más seguridad. Su seguridad, en el inicio de su infancia, no está todavía en la apropiación de los objetos exteriores, su seguridad sigue todavía dependiendo de sentir o no el afecto, la protección de quienes le rodean, especialmente de sus padres.
Mirar, por el contrario, es la forma en que vemos ya adultos, cuando poseemos y somos poseídos por el doble cerebro –emocional y razonador- de nuestros dos hemisferios cerebrales. Mirar es haber dado un nombre y utilidad precisa a un objeto. Y ya se sabe que la capacidad de dar nombre a las cosas es el primer paso para apoderarse de ellas.
Den a un adulto una tapa de una caja de cartón y pregúntenle qué es. Sabemos que responderá que es eso –la tapa de una caja de cartón- porque ha excluido ya toda otra posibilidad. Nosotros, los adultos, precisamos apoderarnos de lo otro porque tenemos miedo a lo innominado y buscamos seguridad. Y eso limita nuestra creatividad. Y nuestro goce. Porque un niño ve muchas cosas en una tapa de caja pero difícilmente verá una que pueda disgustarle. Si le disgusta o le aburre –que es sentirse a disgusto- la tira. Los adultos, no. Nosotros nos hacemos infelices por buscar la seguridad que da la posesión de… incluso la vulgar tapa de una caja de cartón. Y eso se me hizo evidente cuando conviví con los aucas –ya sabe, aquella tribu de la Amazonía que no conocía al hombre blanco y vivía en pleno Paleolítico. Normalmente, la vida de los aucas –de esos seres que filogenéticamente se mueven todavía en la niñez de la naturaleza- es una juerga constante. Desde que amanece hasta que anochece no cesan dejugar, parlotear, reír. Como he explicado extensamente en mi libro “mi vida con los aucas” no había novedad que aun siendo una desdicha no provocara la hilaridad. Por ejemplo, un día a Boca se le vertió la olla en la que preparaba el curare. Pues bien, lo contó una y otra vez entre risotadas, imitando con las manos, con los pies, con el cuerpo, cómo se le había vertido la olla. Y todos reían. Todos parecía enormemente felices a pesar de que al desdichado Boca se le había vertido el curare, lo que iba a suponerle otro medio día para elaborarlo de nuevo. No importaba, la vida es juego y alegría. La vida era para ellos chapotear en el río, luchar como cachorros de perro con los niños, subir a los árboles, dejarse caer por terraplenes.. y si volvíamos a la choza y nos sentábamos –ellos se acuclillaban- eso no era óbice para seguir jugando. Wincava, al que había regalado una navaja albaceteña de resorte, jugaba con ella, me mostraba sus habilidades haciendo saltar la hoja casi entre las cejas de los presentes. Y todos reían. Nunca oí una palabra malhumorada. Un padre nunca pegaba a sus hijos y pocas veces les llamaba la atención. Claro que tampoco nosotros nos veríamos obligados a regañar a nuestros hijos si nuestra sociedad fuera tan permisiva y sujeta a las normas naturales de la selección como es la sociedad auca. Una sociedad que se limita a ver pasar la historia, que no intenta, como nosotros, mirarla, lo que equivale a querer desentrañar su discurrir para poderla retener, controlar y, si se considera preciso, para cambiarla.
Los aucas veían, nada querían cambiar. Y porque se dejaban llevar por la creatividad del niño que ve, su ver era sumamente creativo. Era enseñar viendo, no memorizando, no apresando con la memoria lo que un adulto había apresado antes al mirar.
Cuando los niños y niñas aucas se peleaban entre sí, como cachorros, no había vencedores ni vencidos, nadie proclamaba haber vencido a otro. Entre otras razones porque los juegos eran colectivos, sn reglas, no externamente competitivos. Pero eso no impedía que sí hubiera vencedores y vencidos. Porque en esos juegos los aucas medían sus fuerzas e iban estableciendo para sí y ante los guerreros aucas jerarquías naturales de fuerza, habilidad, valor. Y esas jerarquías, externamente no homologadas, servirían luego de baremo de equilibrio igualitario-jerárquico dentro de la comunidad. Un día, ya guerreros, todos serían lo mismo. Nadie mandaría sobre nadie porque los aucas no tenían un jefe. El jefe eran todos y cada uno. Pero ese día de emergencia, con juego de lucha a muerte contra otra tribu, todos sabían ya cuál era el más valiente y cuál el más débil. Y así, viendo al jugar, tocando al ver, no aceptando como nosotros consignas verbales, simples promesas de posesión y seguridad, establecían esa realidad como una aceptación.
No aceptaban, como nosotros, los que miramos, simples promesas verbales, promesas de posesión y seguridad que son lanzadas no como un juego y entre risas sino con la voz estridente de quien nos apremia a elegirle porque dice –eso dice y a veces hasta cree- estar en posesión de la verdad. De esa verdad de ciego que es mirar desde el propio pensamiento.
JOAQUIN GRAU
sábado, 20 de marzo de 2010
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